37. Congelada

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Mi mente se congela al escuchar esas palabras y una migraña se instala en mi cerebro. No sé qué responder o qué diablos hacer. ¿Él me observaba? ¿Como un maldito acosador? ¿Como Ryan?

Ryan...

¿Y si todo este tiempo he culpado a la persona equivocada?

Siempre estuvo allí en mis narices.

Ryan no existe, al menos no en esta parte de mi vida.

—¡Estás jodida, Thea! —exclama mientras se acerca a mí—. ¿De verdad crees que yo soy quien está detrás de toda esta mierda? ¿Crees que yo soy quien le hizo eso a Sophie?

—Yo...

—Tú nada. No tuviste que decirlo. ¡Por Dios! ¡Parece que se te van a salir los ojos de las malditas cuentas!

—Santiago...

—¿Me crees capaz de una mierda así? —Parece que ha enloquecido—. ¿Tan jodido crees que estoy? Puedo tenerte cuando me dé la maldita gana. No necesito violentar tu departamento... ¡Tú me invitaste a entrar! ¿Acaso eso no lo pensaste?

Mierda, lo he jodido todo.

Tiene razón. Él no tiene la necesidad de atacarme, de provocarme. No tiene por qué ser quien me tortura con sus llamadas. No tiene necesidad de eso.

—No entiendo... —Se acerca y agarra mi cara con fuerza—. ¿Crees que no soy capaz de poseerte cuando quiera, Thea?

—Santiago, me lastimas —le susurro.

—¿Tan asqueroso crees que soy? ¿Un tipo violento que anda violando mujeres indefensas y golpeando a tipas en sus casas?

—Santiago... —esta vez le hablo con más ánimo. No puedo creer que me encuentre en esta situación con el hombre del que estoy perdidamente enamorada.

Me suelta, se aleja y se ubica en el otro extremo del carro. Su respiración es acelerada. Parece un caballo fuera de control en una competencia olímpica.

—Lo siento —murmuro después de unos minutos.

—Ahórratelo.

El chofer estaciona el sedán.

Santiago se baja del vehículo.

—Señorita... —el chofer, que hasta el momento se mantuvo callado, habla— perdone el atrevimiento, pero debo decir que no tiene idea de con qué clase de hombre está tratando. Llevo años trabajando con la familia Dominelli y no puedo decir nada en su contra. Mucho cuidado si en su desesperación pierde a quienes en verdad intentan cuidarla.

—¿Te bajas o qué? —Santiago se para en la puerta con los brazos cruzados en actitud de golpear lo primero que se le atraviese.

—Ya bajo. —Miro por el retrovisor al chofer, quiero preguntarle tantas cosas, pero con Santiago ahí me limito a asentir y a salir del vehículo.

Estamos en el parqueo superior de una torre que no tenía idea que existía. En mi pánico momentáneo no me percaté de qué tan alto estamos.

Agarra mi bulto y comienza a caminar hacia el elevador. Lo sigo en silencio.

—Santiago... —intento hablarle, pero él sube la mano y me para en seco.

—No lo hagas, Thea. Ya no sirve de nada. Dudaste de mí.

—Pero ¡lo hice porque esto es una situación de mierda! ¿No te das cuenta de cuán terrible es todo esto? ¡Ella está así por mi culpa! —Estoy al borde del llanto.

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