La calma antes de la tormenta (Atenas pt.5)

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Tras ahuyentar a Adrián y a su cuadrilla, Damián, Patroclo y yo nos quedamos reflexionando acerca de lo ocurrido, pues era probable que el ambiente de crispación que había ocasionado aquel encuentro repercutiría en las peleas del próximo día.

—Maldito idiota... mañana le voy a dar una buena. —Le juré a mis amigos, los cuales aun estaban un poco preocupados por la pelea.
—¿De verdad que te encuentras bien, Aquiles? —Me volvió a preguntar Patroclo, pues en lo que se acercaba a nosotros, pudo ver como me apaleaba.
—En serio, Patroclo. No tienes de qué preocuparte, mi cuerpo es casi divino, ya no me duele nada. —Traté de calmarlo.
—Qué agallas... cualquiera se atrevería a lanzarle una piedra a ese patán. —Comentó Damián, el cual aún seguía temblando.
—De acuerdo, ahora que estamos todos a salvo... ¿se puede saber por qué os estabais peleando? —Preguntó Patroclo, que no entendía nada.

Damián y yo le explicamos a Patroclo el motivo de nuestra disputa, a lo que él escuchaba atentamente mientras ponía una mueca de pesadez e irritación.
Al terminar de contar la historia, Patroclo me miraba de refilón con recelo, como preguntándome "¿por qué si quiera te molestas en ayudarle?", claro que, no podía preguntármelo, pues Damián se encontraba delante, y ya conocía la respuesta.

—Deberíamos volver a la residencia, hoy ha sido un día largo. —Dije, tratando de romper el hielo que la ira de Patroclo había dejado.
—Sí... tengo que reflexionar sobre lo ocurrido. —Intervino Damián.
—Anda, deja que te acompañemos a tu campamento, Damián. —Quise pedirle.
—No te preocupes, en serio, prefiero ir solo. —Me respondió para finalmente abandonar el lugar, cabizbajo. Si a mí me habían "humillado", a Damián todavía más, pues alguien más tuvo que dar la cara por él y defenderlo, además que tampoco pudo hacer nada cuando me atacaron. Quise ir tras él, pero Patroclo me detuvo.
—Déjalo, Aquiles. —Me dijo con una mirada más tranquila, a lo que dejé de persistir.

¡Damián!
Eh... ¿Sander?

Patroclo y yo fuimos hacia la residencia dando un largo y lento paseo, mientras apreciábamos los elementos naturales de nuestro entorno e intercambiábamos alguna que otra palabra.
Pronto anochecería, así que disfrutamos de los últimos rayos de luz tumbados en la hierva del patio, las suaves y cálidas hebras que florecían del suelo acariciaban nuestra piel, una piel que ya no era suave e inocente, una piel que estaba por convertirse en la de un hombre.
Patroclo me miraba y yo lo miraba a él, era uno de esos momentos que disfrutábamos de la compañía del otro en el silencio. Decidí posar mi mirada sobre sus labios, eran gruesos y pomposos, más que los míos. Las comisuras de sus labios eran profundas y simétricas, su arco de cupido estaba definido y pronunciado, y a sus dos lados, la advertencia del nacimiento de un mostacho, al igual que en las siluetas de sus mejillas, había vello de más, pues Patroclo y yo nunca habíamos tomado una cuchilla.

—Patroclo... ¿tú te dejarás barba? —Le pregunté, con una mirada curiosa.
—Pues no lo sé, nunca lo había pensado. —Me respondió, al parecer, algo avergonzado.
—Te quedaría bien. —Le comenté.

Conforme el sol se iba escondiendo por el horizonte, el manto solar se desvanecía, y consigo aparecía la cruel frialdad de la noche, que con una suave brisa, nos advertía la llegada de la luna.
Patroclo y yo nos quedamos viendo como el sol se escondía. El ambiente anaranjado, mezclado con la oscuridad nocturna, nos causó un sentimiento de nostalgia. No habíamos pasado demasiado tiempo lejos de la cueva, pero aun así, sentíamos que nos faltaba el hogar ¿cómo será el día que nos tengamos que ir para no volver?

Cerré mis ojos y me encabecé hacia el frente, intentando sensibilizar mi sentido del tacto para apreciar cada pequeña caricia que me hacía la naturaleza, cuando de pronto, Patroclo buscó mi mano con sus dedos, y entrelazó dos de ellos a los míos, a lo que yo le di la mano entera. La mano de Patroclo ya no era la misma tierna almohada en la que podía descansar, ahora era una callosa mano de guerrero, un guerrero en el que no confiaba.
Nuestro momento de paz y tranquilidad duró poco, pues una visita repentina cambiaría mi noche por completo. Un aura opresora se hizo palpable en el ambiente, como si hiciera presión en nuestros pechos con el acecho de la mirada.

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