Nuestra primera primavera

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Recuerdo el frío invernal que nos abrazaba todas las mañanas hasta el anochecer, cuando regresábamos a la cueva y la cálida fogata ahuyentaba nuestro gélido abrigo. Aquellos riachuelos, glacialmente muertos, nos enseñaban el reflejo de un espejo de lo que alguna vez fueron, su prolongada superficie daba la impresión de la gigantesca cola de un gran vestido de novia, anhelante de llegar al inalcanzable altar, en el horizonte.
Recuerdo también las malas cosechas que teníamos, pero como habíamos llegado por esas fechas, no podíamos echar de menos algo que nunca probamos, estábamos acostumbrados a lo justo y necesario.

Con el transcurso de una rápida semana, la primavera llegó. Los delicados pero habilidosos brazos de la diosa Deméter volvían a abrazar a su queridísima hija, Perséfone, y con su calor inmortal sus brazos se pusieron tiernos. Lo mismo pasó con el gélido bosque que nos rodeaba, poco a poco, el frío fue desapareciendo. Así como los recuerdos melancólicos de la blanquecina noche y la fría soledad. La novia llegó al altar, y después de compartir el cálido lecho de su amado, su gran vestido de hielo se derritió,  reviviendo al muerto río, que empezó a fluir tan velozmente como el correr de un caballo.

¿Sabíais que en primavera algunos rizos de Patroclo se tornan rubios? No sé cómo explicarlo, puede que sea algo mágico. Pero cuando llega el buen tiempo, la cabellera de Patroclo se vuelve más esponjosa y adquiere un color más dulce e inocente. Además, con el esplendor del sol puedo penetrar sus iris, que con un escudo de color marrón oscuro ocultan la pupila, pero con la resplandeciente luz de Apolo puedo anhelar su castaño iris, color al que le ruego clemencia cada vez que lo atisbo.

—¿Por qué me miras tanto? —Me preguntaba Patroclo, que se encontraba a mi lado, caminando hacia el huerto de Quirón para nuestra nueva lección. —Tienes un grano enorme en la frente. —Le respondí ágilmente, estábamos entrando en la pubertad y los síntomas que se nos hicieron más notorios fueron aquellos pequeños y crueles picos que sobresalían nuestra piel. En especial a Patroclo, cuyo pelo engrasaba su frente y nuca.

Patroclo se asqueó y se tapó la zona de la frente revelada accidentalmente por los rizos suyos. Yo me reía, pues pese a tener alguna que otra manchita en la piel, nunca me había salido un grano tan colosal. Supongo que en primavera me gustaba recogerme el pelo.
Una vez llegamos al huerto, Quirón nos estaba esperando, impaciente. Para él siempre llegábamos tarde, aunque fuese 1 minuto. Empezó nuestro "entrenamiento", por llamarlo de alguna manera, ya que nos dedicamos a cultivar semillas. "Está hecho", pensaba, antes de ver la inmensidad de huerto en la que tenía que excavar con mis ya no tan pequeñas manitas, pero sí limpias.

—Maldita sea, ¡no se me para de meter tierra en las uñas! —Se quejaba Patroclo, harto de esa incómoda sensación. Cada vez le crecían más rápido las uñas, y con más frecuencia se las tenía que cortar. —Cógela en puñaditos con las palmas. —Dije sutilmente, mientras cogía partes de la tierra con las palmas de las manos unidas, como si estuviera pidiendo limosna. En una de esas extracciones, un pequeño ser quedó atrapado en mis manos. Al principio noté algo pegajoso moviéndose entre mis dedos, cuando de pronto vi la cabeza de un gusano emergiendo del puñado de tierra que había cogido.

Chillé tan fuerte que debí ensordecer a Quirón, tenía toda mi atención depositada en aquel cúmulo sin sentido de tierra, expectante y tenso de qué había en ella, pero hubiera preferido no saberlo. Acompañado del chillido, un escalofrío espantoso se apoderó de mi columna vertebral, y mis brazos saltaron solos, esparciendo cada pedazo de tierra por el aire, formando un cuadro en el cielo que duró pocos segundos antes de que la gravedad nos disparase aquellos pedazos de tierra que le habíamos lanzado en un principio.

El gusano, no conforme con el susto de muerte que le había dado a mi corazón, cayó en mi desnudo hombro, con su piel viscosa. Tenía un cuerpo que a mis ojos parecía extraterrestre, y su forma de moverse y retorcerse era todavía más inhumana, entonces tensé los hombros y miré horrorizado a la criatura. —¡Un gusano, un gusano! —Intenté aplastarlo varias veces, pero mi mano temblaba tanto que no podía matarlo, solamente lo dejaba aún más presionado a mi piel.

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