Capítulo 8

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Puebla, 1855

Los días pasaron y ya era principios de octubre. Fernanda estaba comprando alimentos en los pequeños mercados del pueblo, con su hija, Citlalli, sujeta en un rebozo en su espalda, observando todo a su alrededor. La niña estaba fascinada por las nuevas cosas que descubría fuera de la casa, sus ojos reflejaban curiosidad por todo lo que veía. Su madre podía escuchar sus balbuceos de vez en cuando y sabía que era una buena idea dar un paseo por la tarde con su hija mientras compraba algo para la cena, ya que no le gustaba que Mictlantecuhtli pasara mucho tiempo con su niña.

Últimamente, aquella deidad no se hacía presente como antes; ahora solo se dejaba ver en la tarde o en la noche. La mujer intuyó que esa divinidad se estaba arrepintiendo o aburriendo de visitar a la bebé todos los días, y que sus visitas serían menos frecuentes. Esta idea le alegraba el alma, el pensar que podría tener toda la atención de su hija para ella sola la llenaba de alegría y anhelaba que ese momento llegara pronto. Escuchar la voz de la deidad diciéndole que ya no las visitaría nunca más era su sueño. Luego, pensó en su hija; aunque le había tomado cariño a la deidad, no le importó si al principio se entristecía. Con el tiempo, haría lo que fuera para que la pequeña lo odiara tanto como ella a él.

Al estar absorta en sus pensamientos, no se percató de que los balbuceos de su hija habían cesado, ni se dio cuenta de que la niña miraba fijamente hacia adelante. Sus ojos cambiaron a aquellos peculiares colores invertidos, y emitió un sonido triste, con lágrimas en sus ojos, y comenzó a balbucear y mover sus bracitos y su rostro en diferentes direcciones, como si estuviera buscando algo. Finalmente, señaló y balbuceó algo, girando su rostro como si estuviera viendo a alguien acercarse, y comenzó a reír alegremente.

Fernanda, al escuchar la sonora risa de su pequeña, también sonrió, pensando que esa risa era provocada por el paseo que estaban teniendo. Sin embargo, la verdad era otra.

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Mictlán

Mictlantecuhtli

Me encontraba molesto, cansado, agotado. Era principios de octubre, lo que significaba que debía dejar las puertas del Mictlán abiertas para que las almas de mi reino regresaran por donde vinieron y pudieran visitar a sus familias. Estas almas estaban felices pero también algo cansadas, ya que la idea de volver a recorrer el mismo camino y enfrentar los obstáculos que había colocado en cada nivel no les gustaba. No podía permitir que cualquiera obtuviera su descanso eterno sin esfuerzo. La simple idea de enviar a un asesino a su descanso eterno me causaba repulsión.

Miré a mi izquierda al sentir la presencia del único ser que me acompañaba para presenciar todo esto.

-Hola, snaga- Hablé al ver a mi amada a mi lado, abrazando mi brazo con sus extremidades y recargando su cabeza en mi hombro.

-Hola, chu'a- Respondió.

Su voz, su hermosa voz siempre me ha hipnotizado como canto de sirena, podría estar hablando de cualquier cosa por horas y no me cansaría de escucharla nunca.

-Creí que estabas arriba ayudando me almas en pena- Confesé curioso.

-Lo estaba haciendo, pero sentí que algo te pasaba- Reveló mientras alzaba la mirada y poder verme a los ojos a través de la máscara que cubría mi rostro.

-Bueno- Suelto un suspiro pesado, realmente no le puedo ocultar nada a mi esposa.

-Quisiera ir a ver a nuestra hija- Con pena dije lo que me molestaba, logrando arrebatar le una sonora risa a Mictecacihuatl.

La Hija de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora