Capítulo 12

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Puebla, 1861.

Citlalli Tonatiuh

Era una nueva mañana y yo buscaba con desesperación mis sandalias por todo el orfanato. Al despertar, noté que habían desaparecido. Los niños huérfanos reían sin disimulo, delatando su travesura. Caminé descalza sobre la madera astillada hasta la puerta, en busca de mis preciadas chancletas.

Mientras recorría los pasillos, sentía cómo se me clavaban las astillas en la planta de los pies. Llegué al patio trasero, convencida de que allí las encontraría. Un grito de una de las hermanas captó mi atención, y me acerqué rápidamente. Allí, la hermana Mariana sacaba algo del fuego con una rama, y al ver lo que eran, mi garganta se cerró: ¡mis babuchas estaban completamente quemadas! Los niños rieron a carcajadas, enfureciendo a la hermana, quien me miró con ojos tristes y apenados al verme. Yo sabía por qué: mis ojos ardían, señal de que pronto estallaría en llanto.

Mis brazos se abrieron para brindarle consuelo, y no pude evitar dejarme llevar por las lágrimas mientras me aferraba con fuerza a mi peluche. Cuando mi hermana me envolvió en un cálido abrazo, me refugié en la seguridad de su abrazo.

-¿Por qué?... ¿Por qué me tratan así?- Mis palabras salían entre sollozos.

-Cálmate, mi niña, te compraré nuevos, pero ya no llores, tiene solución- Intentaba consolarme con esas palabras, pero no era la primera vez que pasaba.

Mis ropas, zapatos, comida, juguetes y otras cosas me las quitaban los niños con los que convivo. Ninguno quería jugar conmigo; siempre me apartaban, como si yo no existiera. Era como si mi sufrimiento fuera un dulce que querían disfrutar todo el tiempo.

Mientras luchaba por contener mis lágrimas, mi cuerpo temblaba ante el dolor que los demás niños me causaban. Abracé con fuerza a mi muñeco de peluche, buscando consuelo. A lo lejos, podía oír las risas de los niños, burlándose de mi fragilidad.

-¡Eh, fenómeno! ¿Encontraste tus sandalias?- gritó un niño asomado por la ventana.

La hermana Mariana volvió la vista hacia el niño con desaprobación, a punto de regañarlo y llamarle la atención, cuando la hoja ascendente de la ventana cayó de golpe sobre la cabeza del chamaco. El impacto rompió el vidrio y provocó que la cabeza del niño golpeara la parte inferior de la ventana, haciendo que se mordiera la lengua y se arrebatara una parte de ella, que cayó al suelo.

La boca del infante se manchaba de su propia sangre, y su miedo aumentó al ver una parte de su lengua en el patio trasero del orfanato. Los demás niños estaban igual de asustados, comenzando a gritar y llorar, mientras la monja se levantaba corriendo, dejando a Citlalli sola llorando.

El ruido de hojas siendo pisadas llamó la atención de la joven. Alzó la mirada nublada por las lágrimas, se secó los ojos con el dorso de su brazo y miró a su alrededor, sin encontrar a nadie. Escuchó nuevamente el ruido, esta vez proveniente de una de las ramas de los árboles. Al levantar la vista hacia los frondosos árboles, vio a un búho que la observaba desde una rama. La mirada del animal transmitía a Citlalli tranquilidad y seguridad, como si aquel ser la cuidara desde la distancia.

La niña, al estar observando al ave, no se percató de que en una de sus patas, el búho sujetaba la lengua rebanada del niño que la molestaba.

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La algarabía de los niños jugando en el patio delantero inundaba el lugar. Los infantes participaban en el juego del cinturón escondido, huyendo del que encontraba el cinturón y los perseguía para golpearlos. El primero que recibía el golpe sería el siguiente en quedarse con el objeto y perseguir al resto.

La Hija de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora