Saboteas todo lo que te hace feliz #98

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Luz se quedó mucho rato mirando al papel sin ser capaz de escribir ni una coma después de que Begoña se marchara. No le habían dolido sus palabras: sabía que no hablaba ella, su querida amiga, sino la sombra en la que la habían convertido.

Sin embargo, no pudo evitar cuestionarse, como lo hacía cada vez más a menudo cuando se quedaba a solas. Las noches en el dispensario se habían vuelto auténticos exámenes de conciencia. ¿Estaba haciendo lo mejor para Begoña? En el tema de las pastillas tenía la certeza de que sí, porque era un alivio temporal de los que carga el diablo.

Igual que una solución temporal había sido su silencio sobre el disparo de Jesús, un apaño mientras Begoña sanaba de sus heridas física. Ella siempre confió en que, de alguna manera, aquella agresión no quedaría impune y pondría en manos de su amiga la llave de su libertad. Al final, había resultado ser todo lo contrario. Begoña estaba más atada que nunca, incluso más sola que nunca porque ni aceptaba su consejo, ni podía contar ya con la ayuda incondicional de Andrés.

Todo se había vuelto en su contra, y las malas decisiones que seguía tomando no auguraban una mejoría en el futuro inmediato. Había estado tan cerca...

Conocía bien esa situación en que una parece tener el destino en sus manos, y lo acababa tirando a la basura. Recordó las palabras que Luis le había escupido cuando la encontró con Jaime.

-"Tal vez algun día descubras por qué saboteas todo lo que te hace feliz."

Quizá fueran las palabras más duras que le habían dicho nunca, porque eran verdad. Aunque le ofendiera que Luis se las hubiera dicho en pleno ataque de celos, tampoco podía negar la realidad: cada vez que había estado cerca de ser feliz, ella misma lo había echado a perder, de una forma o de otra.

Si hacía memoria, el primer autosabotaje del que fue consciente vino al poco tiempo de estar trabajando para el doctor Borrell. Debía haber dado gracias a dios de librarse de las penurias y el entorno degradado de su infancia, y contentarse con servir en una casa decente y próspera. Bien al contrario, la observación del trabajo y las continuas charlas con el viejo médico estimularon su intelecto y su ambición, lo que no pasó desapercibido para él. No sabía hasta dónde se hubiera atrevido a llegar para conseguir que él la dejara consultar sus libros, asistir a sus autopsias y empezar a ayudarlo en la consulta; o sí lo sabía, porque estuvo a punto de ofrecerle al médico, movida por la admiración y el agradecimiento, lo que otro con menos altura moral no hubiera rechazado. Cuando él le aclaró que a cambio de su patrocinio económico y tutoría académica sólo deseaba la compañía de a quien veía como la hija que no había tenido, se sintió más avergonzada que aliviada. Había olvidado lo que era confiar en la especie humana. 

Se prometió esforzarse al máximo para retribuir a su mentor, al que acabó profesando ese cariño filial que nunca había experimentado. Durante los años que estuvo a su lado disfrutó del equilibrio entre una actividad estimulante que colmaba su aspiración de sentirse útil, y un afecto tranquilo que le infundía paz.

Hasta que hizo que todo saltara por los aires.

El doctor Borrell, ya muy enfermo, le suplicó que se conformara con una posición subalterna en la que él podría dejarlo bien establecido, como enfermera de uno de sus discípulos. Ella, herida en su orgullo, le había preguntado si no la veía capaz de ser médico. Notó cómo le rompía el corazón a su mentor con ese reproche e inmediatamente se disculpó, aunque el mal ya estaba hecho.

-Jamás he dudado de tu vocación ni de tu conocimiento, Lucía. Serías la mejor médica del mundo, si el mundo fuera de otra manera. Siendo el que es, empeñarte en un objetivo que tienes vedado, por tu condición de mujer,...

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