Suspiros de España #EP85

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Despedirse es importante. Como chica bien educada que era, Fina había procurado siempre tener una palara amable para el compañero que dejaba la colonia, una cortesía con la clienta que salía de la tienda. Incluso un abrazo cariñoso para Esther, cuando se marchó a París.

Ahora tocaba despedirse de su padre, que se moría.

Estaba siendo doloroso, devastador, a la vez que hermoso y consolador, dedicar las tardes, las mañanas, las madrugadas interminables a velar a su padre. Cualquier momento en que Isidro estuviera despierto era bueno para aprovechar sus escasas fuerzas y recordar momentos pasados, bocaditos felices de su vida.

Fina disfrutaba de la manera entrañable en que su padre rescataba anécdotas previas a su nacimiento, de cuando había conocido a su madre, y la había empezado a rondar aprovechando cualquier escapada a Toledo. Los primeros años de convivencia, llenos de incertidumbre por la agitación de los tiempos, o las penalidades que la habían acabado enfermando y llevado a la tumba. La accidentada boda, las dificultades para concebir, los paseos por la ribera del Tajo, las partidas de dominó, las veladas alrededor de los fogones con Adela horneando e Isidro repasando el calzado o leyéndoles en voz alta estrofas del Romancero.

Cuando Isidro mencionaba a Adela, su corazón se paraba, pero no por la enfermedad. Era un momento de puro amor.

Eran historias mil veces repetidas entre padre e hija, que a veces dudaba si se las sabía tan bien por lo que el chófer le contaba, o si con el tiempo ella misma le había añadido detalles sacados de su propia imaginación.

Fina hubiera dado cualquier cosa por haber disfrutado de más tiempo con su madre, poder contar muchas más anécdotas vividas en primera persona. No obstante, las narraciones de su padre  la hacían revivir, podía sentirla presente, a su lado. ¿Perdería esos recuerdos el día que Isidro ya no estuviera para compartirlos con ella, como poco a poco perdía el recuerdo de la voz de su madre? Era esa soledad lo que la aterraba al pensar en que su padre la dejara. ¿Con quién recordaría a Adela el día que él no estuviera? Siempre que se encontraba tristona,  su padre le tarareaba "Suspiros de España", y podía recuperar su imagen bailando juntos el pasodoble el día de la Virgen, entre sonrisas y miradas de intimidad. 

Cuando Isidro y Adela se miraban, el mundo a su alrededor dejaba de existir. Así como le pasaba a ella con Marta, habían desarrollado un código en que cada pestañeo equivalía a un beso invisible.

Fina siguió acariciando las manos nervudas, curtidas, de su padre mientras dormía. Había rechazado quedarse con su anillo de matrimonio, incapaz de soportar el significado de que se lo quitara; pero ciertamente el hombre ya no podía llevarlo puesto por la inflamación de sus extremidades. Imaginaba el dolor que había supuesto para él tener que desprenderse de un símbolo así, el círculo de oro del amor eterno.

No por primera vez, reflexionó sobre las expectativas que un amor como el de sus padres había creado en ella. Jamás podría conformarse con una relación de pareja basada en la costumbre, la conveniencia o la simple amistad. Ella necesitaba un gran amor que le acunara el alma, que la llenara por completo, que elevara su espíritu y saciara su pasión. 

Cuando siendo una adolescente acabó de asumir su preferencia por las mujeres tuvo momentos de desesperación, de ira, de rechazo, al entender que seguir el dictado de su naturaleza implicaba una vida de restricciones y silencios en algunos aspectos. Pero al cabo de un tiempo, después de observar los primeros noviazgos de algunas amigas, llegó a la conclusión de que encontrar a la persona que, de verdad, ganaría su corazón, era un objetivo dificultoso en sí mismo, una misión casi imposible si el azar no jugaba a su favor. El que esa persona a la que entregar su amor tuviera que ser una mujer le acabó pareciendo, por comparación, una anécdota. 

No era ya una adolescente romántica embaucada por las novelitas rosas que esperara que todo fuera bien después del flechazo y los violines. Había comprobado de primera mano que además del enamoramiento, para que una relación funcionara hacía falta un proyecto en común, un compromiso compartido, un equilibrio de energías. Con Esther eso había fallado, y a la postre con Marta también. 

Marta, que había estado siempre dentro de su alma, que siempre lo estaría, la amaba. No tenía dudas sobre ello, se lo habían dicho de todas las formas posibles, de igual manera que habían hablado con la verdad por delante cuando ambas empezaron a plantearse que quizá no sería suficiente. 

Fina intentó conformarse, vivir de migajas, porque eran una migajas deliciosas, pero cuando a su recuerdo acudió el matrimonio de sus padres supo que la insatisfacción acabaría gangrenando esa relación. Prefería cortarla antes, por más que sangrara la herida, por más dolor que se produjera, a vivir un amor a medias porque el mundo estaba en su contra y empezar una guerra a muerte contra el universo no parecía una medida prudente ni factible. Sobre todo para Marta.

Sería como iniciar una carrera en la que además de los obstáculos y los competidores, las mismas atletas no tenían claro si deseaban quedar ganadoras, porque eso sería el pistoletazo de salida a una nueva competición a vida o muerte.

No, Fina podía tener idealizada la relación de su padres, pero a la vez era una chica sensata. Aspiraba a un amor puro, grande, profundo, un amor de los que te aprietan en el pecho y te dejan sin respiración. Uno de los que inspiran a los poetas y a los músicos. Pero quería que fuera real, era posible porque lo había visto; ese amor más grande que el mundo quería bajarlo de las nubes y arraigarlo en la tierra, pensarlo en su mente pero crearlo con sus caricias. Deseaba tanto como una declaración de amor que Marta, su persona, estuviera con ella al acabar de trabajar, le contara sus preocupaciones; ansiaba, más que gritarle al mundo su amor, poderla acompañar con una infusión cuando se sintiera desfallecer o hacerla reír con anécdotas de la colonia cuando sus hermanos la crisparan.

A Fina le gustaban las películas románticas, pero tenía dos dedos de frente. Claudia le había dicho que era un alma buena, pero su cuerpo también necesitaba alimento. Nunca podría vivir de una relación que sólo se mantuviera en el plano de lo etéreo, de lo espiritual. Le había hecho el amor con la mirada a Marta en más de una ocasión, pero a largo plazo sabía que necesitaba realidades, o lo suyo acabaría muriendo.

Isidro se removió, su conciencia batallando con el sopor inducido por la morfina cuando la vieja radio Reytel empezó a emitir los acordes de un tango, "Silencio". Otro picotazo en el alma para empezar a llorar y no parar. Pero a Isidro le encantaba. Haciendo de tripas corazón, Fina ajustó el dial y el volumen para que, sin molestar, ayudara a su padre a llenar de recuerdos agradables su duermevela. Quizá estuviera soñando con su madre, un momento feliz que podía regalarle.

El día que ella estuviera en su lecho de muerte quería poder evocar a Marta con su último aliento, y sentir que había sido un amor pleno. No se merecía nada menos.


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