Yo también me siento chiquitita #EP 107

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Carmen no se permitió remolonear en la cama ni un segundo. Ni podía ni quería permitirse esos momentos de indulgencia porque sabía que los malgastaría dándole vueltas a la revelación que le había hecho su marido.

Tasio era hijo de don Damián de la Reina.

Por más impactante que hubiera sido el descubrimiento, no le sorprendía ni mijita. Esas eran las cosas que hacían los patrones, siempre las habían hecho y por desgracia, si había que guiarse por los modales de don Jesús, las iban a seguir haciendo.

No le sorprendía, aunque tampoco se lo esperaba. En los más de tres años que llevaba trabajando en la fábrica había abrazado el espíritu de conformidad con las directrices de los jefes que aquella colonia establecía como norma ineludible. Reconocía las tenues mejoras que las condiciones de trabajo y su propia situación habían experimentado: el arreglo en los baños de los dormitorios después de que se inundaran, la adecuación de los uniformes a la tarea y época del año, el refuerzo de la seguridad tras el derrumbe, la satisfactoria subida de sueldo cuando pasó del almacén a la tienda, habían refrenado su vena contestataria, una que trataba de domar desde su niñez.

Tenía claro que la mayoría de esos avances eran obra directa de doña Marta, la única de la familia que solía hablar directamente con los empleados, sin intermediarios. Aún con sus maneras distantes, era obvio en ella la convicción de que las que mejor conocían el trabajo eran las propias trabajadoras, y se esforzaba en crear las condiciones óptimas para quienes sabían rendir. Esa mujer sabía encajar una crítica. ¡Si incluso aceptó su reprimenda cuando le reprochó que hiciera sufrir a Fina!

Don Damián tenía otro estilo. Campechano a veces, paternalista siempre, de decisiones drásticas a veces, en las pocas ocasiones en que le veía hablando con algún operario de fuera de su reducido círculo de confianza siempre era para inducir a que le llovieran los elogios por el funcionamiento de la fábrica, o para recibir agradecimientos por algún favor personal de los que a veces se complacía en regalar. El rey que igual concede dádivas a los súbditos fieles que destierra a los levantiscos.

Era el patrón, y nunca dejaba que lo olvidaran.

Durante el desayuno, Tasio mantuvo el ánimo taciturno en el que lo había sumido el último desprecio de su padre. El bastardo no se merecía más que un puñado de camisas usadas. Verlo tan hundido le provocaba desesperación. Quería a su marido de todas las formas posibles, con la pasión irracional que le brotaba de las entrañas desde el mismo día que lo conoció, y con la madurez adquirida a base de desengaños y que no negaba la evidencia de que Tasio iba en camino de ser el hombre bueno que ella sabía que podía ser, uno del que pudiera sentirse orgullosa sin medias tintas.

Lo amaba, y quería verlo feliz más que nada en el mundo. Por vivir a su lado había perdonado lo que nunca creyó que perdonaría. Por verlo dichoso y satisfacer su necesidad de responderle a su hijo se tragaba sus dudas y su orgullo respecto a la relación con Claudia. 

Ahora la fuente de la angustia de Tasio era que su recién descubierto padre lo trataba de forma humillante, despectiva, con el egoísmo añadido de haberle traspasado a él el peso de mantener el secreto frente a los demás. A Carmen le entraban ganas de despellejar al patriarca De la Reina.

-Templa, Carmencita.

La voz de su propio padre no se le quitaba de la cabeza. Manolo Recas se había partido la espalda toda su vida trabajando en la finca, sita en una aldea a medio camino entre Utrera y El Coronil, donde ella misma había nacido. Con el sudor de su frente y del resto de jornaleros se habían pagado los lujos del patrón y su familia, sin que jamás se le escuchara decir una palabra más alta que otra. Así, trabajando más que los demás, callando más veces de las que hablaba, y hablando con mesura cuando ya no veía otra opción, consiguió mantenerse en la buena estima de la mayoría del pueblo.

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