Mi hermana no tiene puntos débiles #EP 123

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Jesús se quedó meditando largo rato después de que la secretaria se marchara. Aquella mujer, de apariencia pacata, había resultado una víbora venenosa. Debería haberle hundido la cabeza y despachado de la empresa por atreverse a verter tan graves infundios contra su hermana.

Nadie se metía con los De la Reina. Y Marta era, aunque a veces no le gustara reconocerlo, tan De la Reina como él, la hermana que más se le parecía, la que era mejor que él en tantos aspectos. Elegante, altiva, competitiva, inteligente. Guapísima. Digna hija de su madre, siempre en el lugar adecuado para desempeñar el papel de señorita de la casa.

Siempre perfecta. Demasiado perfecta. Asquerosamente perfecta.

Tanta perfección no hacía sino resaltar sus defectos, esa mediocridad que Begoña le había escupido a la cara en una de sus discusiones. Maldita Begoña. Otra mujer llena de cualidades, aunque a ella sí le había descubierto las debilidades. No como a su hermana, que casi siempre había estado más allá de su alcance, de su dominio.

Le había pasado desde que eran niños. Él, como primogénito, había recibido toda la atención, aunque también toda la presión de sus padres desde la cuna. Recordaba vagamente esperar con alegría el nacimiento de Marta. Sin embargo, cuando llegó el momento, estaba enfermo y lo habían confinado en su cuarto para evitar que pudiera contagiar a la bebé. Ya recuperado, pronto le hicieron entender que su hermana no era un juguete ni una mascota, sino un ser delicado al que no podía acercarse demasiado y que limitaba sus correrías por la casa familiar para no perturbar su sueño.

Según fue creciendo, Marta se convirtió en su compañía más constante, al menos hasta que los mandaron internos a ambos. Recordaba los veranos en Los Olmos, y cómo le fastidiaba tener que cargar con su hermana pequeña en los juegos con sus primos, aunque lo aceptaba porque sabía que contaría con su aprobación incondicional, y que no trataría de competir con él, demasiado preocupada por no ensuciarse los vestidos de princesita con que su madre acostumbraba ataviarla. Cuando el juego se volvía demasiado rudo, ahí estaba él para facilitarle la retirada antes de que la niña de los ojos de Damián y Catalina se deshiciera en lágrimas frente a los demás.

Le había gustado verse a sí mismo como el salvador, el protector de su hermana. Al menos en aquel entonces, ella lo admiraba. Y él se reservaba el privilegio de ser el único que podía hacerla rabiar. 

Hubo no pocas peleas entre ellos, por ver quién subía primero al coche camino de la escuela, o donde le había escondido el último número de la revista donde se publicaban las historias de Celia. Más grave fue aquella vez que, para chincharla, había arrojado a la chimenea la cajita en que guardaba las muñecas recortables con sus trajecitos. Cuando Marta, con las manos llenas de ampollas por las quemaduras, recuperó los restos calcinados lo había enfrentado furiosa y con lágrimas en los ojos, tratando de quitarse la frustración a base de golpearlo, sin conseguirlo. En aquel entonces él aún la dominaba con su altura.

Esos conflictos solían acabar en un severo rapapolvo de su madre, que en algunos casos se convertía en algo más si llegaba a intervenir su padre.

-Es tu hermana, Jesús. Debes protegerla, no lastimarla.

Su relación fluctuó con los años, pero Marta siguió desplegando tal catálogo de dones que se hacía imposible criticarla en algo. Las notas de la escuela supusieron una nueva fuente de comparaciones. Allí donde Jesús tenía que dedicar horas y horas al estudio para satisfacer las expectativas de su padre, Marta obtenía con facilidad las mejores calificaciones, premios y menciones de las monjas. 

Otras veces había acercamientos: en sus cada vez más raros momentos de intimidad, ambos hermanos se reconocían como depositarios de las esperanzas de sus padres. Igual que él se transformaba en el hombrecito de la casa, la adolescente Marta iba en camino de convertirse en la preciosa y sin tacha señorita De la Reina, como debía ser por otro lado. Este futuro ya escrito a veces coincidía con sus propias ilusiones aunque cada vez más parecía pesarles como una piedra sobre las espaldas.

Bocaditos de sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora