El descenso del caos

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La noche había caído sobre la aldea como un manto opresivo, y el aire estaba cargado de una tensión palpable. La oscuridad se cernía sobre nosotros, con solo el murmullo ocasional del viento entre los acantilados para romper el silencio. Me desperté abruptamente, sobresaltado por gritos desesperados que perforaban el silencio nocturno. Mi corazón latía con fuerza mientras me levantaba de la cama y corría hacia la puerta.

Al salir, la escena que se desplegó ante mis ojos era de puro caos. Los aldeanos corrían de un lado a otro, con rostros pálidos y ojos desorbitados por el miedo. Las antorchas, que apenas lograban penetrar la espesa oscuridad, proyectaban sombras danzantes que parecían cobrar vida propia. Awa se acercó a mí, sus lágrimas surcando sus mejillas.

—¡Alex, Alex! —gritó ella desde varios metros de distancia—. Malia, Fara y otras niñas han desaparecido.

La noticia me golpeó con fuerza, el mundo parecía desmoronarse a mi alrededor. Malia y Fara habían sido mis compañeras durante mis investigaciones, acercándose a mí con curiosidad infantil y un deseo de aprender. Su desaparición no solo era una tragedia para la aldea, sino un golpe directo a mi humanidad. Sin pensarlo dos veces, decidí unirme a la búsqueda.

La noche era fría y el aire tenía un olor metálico que evocaba la sangre. Caminábamos por la aldea, llamando a las niñas por sus nombres. El suelo de tierra suelta crujía bajo nuestros pies, y el sonido parecía resonar en la quietud de la noche. El pánico se palpaba en el aire, cada sombra, cada movimiento en la penumbra parecía amenazante. La aldea, normalmente un lugar de paz y comunidad, se había transformado en un escenario de pesadilla.

Los aldeanos se agrupaban, armados con antorchas y machetes, listos para defenderse de lo desconocido. La desesperación era palpable, y yo podía sentirla en cada mirada, en cada susurro nervioso. La aldea estaba sumida en un estado de paranoia y miedo, y sabía que no podíamos permitir que el pánico nos dominara.

Nos adentramos en la espesa vegetación alrededor de la aldea, con la esperanza de encontrar algún rastro de las niñas. Los árboles se alzaban como gigantes oscuros, sus ramas entrelazadas creando un techo natural que apenas dejaba pasar la luz de la luna. El suelo estaba cubierto de hojas secas y ramas caídas, que crujían bajo nuestros pies con cada paso. A medida que avanzábamos, empecé a sentir una presencia inquietante a mi alrededor. Las sombras parecían moverse con vida propia, y los susurros del viento entre las hojas se transformaban en risas macabras que me erizaban la piel.

De repente, entre las sombras, vi la figura del Sigui-Nyon observándome desde lejos, sus ojos brillando con una luz sobrenatural. Me detuve en seco, el corazón se me aceleró aún más. Traté de convencerme de que solo eran alucinaciones, pero la visión del Sigui-Nyon se sentía demasiado real para ignorarla.

El sonido de madera crepitando me sacó de mis pensamientos. Volví la mirada hacia la aldea y vi las primeras lenguas de fuego alzándose en la distancia. Una de las chozas, aquella en la que se guardaban las ofrendas, estaba ardiendo. El fuego, vivo y feroz, se propagaba rápidamente, saltando de choza en choza, devorando todo a su paso.

—¡Incendio! —grité, y de inmediato me dirigí corriendo hacia las llamas. Awa corrió a su choza para conseguir más antorchas, mientras yo trataba de ayudar a los aldeanos a controlar el fuego. La situación se salía de control. Las llamas eran implacables, y a medida que se extendían, el calor se hacía insoportable. El humo espeso se arremolinaba a nuestro alrededor, oscureciendo la vista y dificultando la respiración.

En medio del caos, vi al anciano Ouman, el guardián de las historias del pueblo, atrapado en su choza en llamas. Su avanzada edad no le permitía moverse con la agilidad necesaria para escapar. Corrí hacia él, pero el fuego se intensificó, impidiéndome llegar a tiempo. Sus gritos desesperados resonaron en la noche, y la impotencia me golpeó con una fuerza brutal.

Los aldeanos, ahora sombras frenéticas en la oscuridad, luchaban desesperadamente por salvar lo poco que podían, pero el incendio seguía, imparables y devastadores. Una a una, las antorchas se apagaban, sumiéndonos en una oscuridad opresiva, rota solo por el resplandor maligno de las llamas que devoraban todo. El calor era insoportable, como si el fuego estuviera reclamando no solo la aldea, sino también nuestras almas. El humo, denso y venenoso, se arremolinaba a mi alrededor, cerrando mis pulmones y robándome el aliento, mientras la desesperación crecía dentro de mí, arrastrándome hacia un abismo del que no parecía haber escape.

—¡Es la ira del Sigui-Nyon! —gritó un anciano, aumentando el pánico entre los presentes. La declaración sembró aún más terror entre los aldeanos. Los árboles se agitaban violentamente bajo la fuerza del fuego, y parecía que el mismo bosque se rebelaba contra nosotros. La sensación de estar siendo observado no me abandonaba, y cada sombra parecía esconder un peligro inminente.

A pesar de las dificultades, seguimos adelante. Entre las ramas de un árbol caído, vi algo que llamó mi atención. Me acerqué y descubrí una muñeca rota, perteneciente a una de las niñas desaparecidas. La muñeca estaba envuelta en una tela que llevaba símbolos que reconocí de los rituales. La conexión entre la muñeca, los símbolos y la desaparición de las niñas me hizo comprender que no se trataba de una simple coincidencia.

—Esto no es una coincidencia —pensé mientras examinaba la tela. Los símbolos antiguos parecían contar una historia de traición y venganza. Sentí una conexión inmediata entre la desaparición de las niñas y la maldición del Sigui-Nyon. Sabía que debía encontrar más pistas para entender completamente lo que estaba sucediendo.

Al regresar a la aldea, la situación era aún más tensa. Los aldeanos nos miraban con desconfianza, susurros cargados de acusaciones flotaban en el aire. Sentí sus miradas pesadas sobre mí, como si me acusaran de ser el responsable de todo lo que estaba ocurriendo.

—¡Él trajo la maldición! —dijo uno de los aldeanos, señalándome con un dedo tembloroso. La acusación resonó en el aire, y la tensión aumentó. La noche continuaba con una sensación de peligro inminente, y sabía que debía encontrar el bastón ceremonial antes de que fuera demasiado tarde. Sentí el peso de la responsabilidad sobre mis hombros, y la incertidumbre de lo que nos deparaba el futuro me carcomía por dentro.

Sentado en la oscuridad de mi choza, con el sonido del fuego aún resonando en mis oídos, reflexioné sobre todo lo que había sucedido. Las alucinaciones, los incendios, las desapariciones. Todo parecía estar conectado de alguna manera. Sabía que el Sigui-Nyon era real y que su ira no se calmaría hasta que el bastón ceremonial fuera devuelto a su lugar legítimo.

El miedo era mi constante compañero, pero también lo era la determinación. No podía permitir que más vidas se perdieran. Debía seguir adelante, encontrar el bastón y detener la maldición, sin importar el costo. Con esta resolución, cerré los ojos y dejé que el sonido distante del fuego me arrullara hacia un sueño inquieto, preparándome para el desafío que aún estaba por venir. 

Sigui-NyonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora