El guardian del silencio

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El sol se desvanecía en el horizonte, y con cada rayo que desaparecía, la aldea se sumía en un silencio oscuro y espeso, como si el mundo estuviera conteniendo el aliento. Las sombras, largas y retorcidas, se arrastraban por el suelo, extendiéndose como garras que parecían buscarme. Sentía cómo mi corazón latía con fuerza en mis sienes, un tamborileo constante que competía con el murmullo del viento, un viento que traía susurros que se desvanecían antes de que pudiera comprenderlos. Cada paso en esta maldita aldea parecía alejarme más de la verdad, empujándome hacia un abismo de incertidumbre y miedo. Era como si la misma tierra bajo mis pies estuviera viva, conspirando en mi contra.

La inquietud que me invadía estaba directamente relacionada con mi creciente preocupación por Moussa. Desde el momento en que me recogió en el aeropuerto, sentí que había algo en él que no podía ignorar. Sus ojos oscuros, cargados de un conocimiento que parecía ir más allá de lo ordinario, me inquietaban profundamente. Aunque Moussa se presentaba con una calma casi serena, había una sombra que acechaba bajo su fachada tranquila. Su distancia durante el caos de las desapariciones y los incendios en la aldea me parecía más que un simple acto de observación pasiva; sentía que sabía algo crucial, pero no estaba dispuesto a compartirlo.

Con esta preocupación en mente, me dirigí hacia la choza de Moussa, cada paso que daba hacia su hogar se sentía como un descenso hacia lo desconocido. El camino se volvía cada vez más oscuro a medida que el crepúsculo se transformaba en una noche negra e implacable. La oscuridad parecía envolverse en cada rincón, y el aire estaba cargado de una sensación opresiva. Cada sombra parecía cobrar vida, y cada susurro del viento parecía llevar una advertencia no pronunciada.

La choza de Moussa, ubicada al borde de la aldea y alejada de las demás viviendas, se alzaba solitaria en la penumbra. La estructura de barro y paja parecía fusionarse con la tierra, como un montículo natural que dominaba el paisaje. Las paredes, cubiertas con símbolos tallados a mano, contaban historias que solo Moussa parecía comprender; relatos de espíritus ancestrales y maldiciones ocultas en un lenguaje ancestral.

Cuando llegué a la entrada de la choza, el olor a humo y madera quemada impregnaba el aire. El reciente incendio había dejado cicatrices tanto en las estructuras como en las almas de los aldeanos. Moussa estaba sentado en un rincón oscuro, apenas visible en la penumbra. Sus ojos seguían mis movimientos desde las sombras, observándome con una intensidad que me hizo sentir aún más incómodo.

La figura del guía local era imponente incluso en la penumbra. Alto y delgado, Moussa se movía con una serenidad que bordeaba lo sobrenatural. Su piel, curtida por el sol y los años, era de un tono profundo, como la madera más oscura del bosque. Sus ojos, dos pozos insondables, brillaban con una luz interna que parecía revelar todo y nada al mismo tiempo. Su rostro, surcado de arrugas que contaban historias de dolor y sabiduría, permanecía imperturbable.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda mientras me acercaba. Había planeado reunirme con Moussa para profundizar en mis investigaciones sobre las costumbres locales y la misteriosa maldición que afectaba a la aldea. Pero ahora, frente a él, las palabras se me antojaban frágiles, casi innecesarias. Sabía que debía intentarlo.

—Moussa —comencé, intentando sonar más seguro de lo que me sentía—. Vine a buscar respuestas. Necesito entender lo que está sucediendo en esta aldea, lo que está causando tanto sufrimiento. Creo que usted sabe más de lo que dice.

Moussa permaneció en silencio durante unos momentos, su mirada fija en mí, evaluando cada palabra, cada intención. Finalmente, se levantó con la lentitud y deliberación de alguien que carga con un peso inmenso. Con un gesto de su mano, me invitó a sentarme en el suelo de la choza. El lugar estaba adornado con talismanes, plumas de aves sagradas, cráneos de animales que parecían vigilar cada rincón, y cuencos llenos de hierbas secas que exhalaban un aroma embriagador. Un bastón ceremonial, tallado con esmero, descansaba junto a la pared, como un guardián silencioso.

—No todo lo que se busca merece ser encontrado, Alex —dijo Moussa finalmente, su voz baja y grave, resonando como el eco de un trueno distante—. La aldea, esta tierra... han estado bajo la sombra de una maldición por generaciones. Una maldición que no es fácil de comprender para los extranjeros. No es solo una historia, es una realidad viva, una fuerza que alimenta y consume al mismo tiempo.

Las palabras de Moussa se incrustaban en mi mente como una revelación temida. Necesitaba más claridad, no solo para entender la magnitud de la maldición, sino para saber cómo enfrentarla.

—¿Y qué tiene que ver el bastón ceremonial con todo esto? Sé que tiene un papel crucial, que está vinculado a los espíritus y a la maldición.

Moussa esbozó una sonrisa apenas perceptible, como si mi pregunta revelara la simpleza de un niño tratando de entender los misterios del universo. Se arrodilló junto al bastón y pasó sus dedos sobre las tallas, reverente.

—Este bastón —comenzó— es más antiguo de lo que cualquiera de nosotros puede recordar. Es un puente, un vínculo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, entre el pasado y el presente. Cuando los espíritus fueron perturbados, su ira se canalizó a través de este objeto, marcando a la aldea con su maldición. Solo aquellos que conocen las antiguas tradiciones pueden manejar su poder sin desatar el caos.

Moussa se detuvo, observándome con una intensidad renovada.

—Las niñas, Malia y Fara... ellas no son simples víctimas. Son portadoras de una antigua sangre, descendientes de los primeros guardianes. Su desaparición no es casualidad, es un mensaje, una advertencia de que los lazos se están desmoronando, de que el tiempo se está acabando.

Sentí una oleada de desesperación. Las palabras de Moussa, aunque esclarecedoras, solo parecían complicar más las cosas.

—¿Qué puedo hacer, Moussa? ¿Cómo puedo detener esto?

El anciano me miró en silencio durante un largo momento antes de responder, su voz apenas un susurro.

—No es cuestión de detenerlo, Alex. Es cuestión de entenderlo. Debes aceptar que no siempre encontrarás todas las respuestas que buscas. A veces, el verdadero poder reside en la comprensión del ciclo, en la aceptación de lo que no se puede cambiar.

Moussa se puso de pie, señalando la entrada de la choza con un movimiento de su mano.

—Vete ahora, extranjero. Reflexiona sobre lo que te he dicho. El camino frente a ti es oscuro, pero la oscuridad no siempre es tu enemiga. A veces, es la única manera de ver la luz.

Sentí el peso de la conversación mientras me levantaba con torpeza. Había obtenido información valiosa, pero las piezas del rompecabezas seguían sin encajar por completo. Mientras salía de la choza, la sensación de que el misterio solo se había profundizado me caló hasta los huesos.

El aire fresco de la noche me envolvió cuando dejé atrás la choza de Moussa. Las estrellas brillaban en el cielo, y el murmullo de la aldea adormecida llegaba a mis oídos como un eco lejano. Miré una vez más hacia la choza, ahora sumida en sombras, y supe que Moussa, con todo su conocimiento y secretos, era una pieza clave en mi misión. Pero también entendí que, en el mundo de Moussa, las respuestas no siempre se daban de manera directa, y que a menudo, la verdadera comprensión se encontraba en los espacios entre las palabras.

Con el corazón pesado y la mente llena de incertidumbre, me dirigí de vuelta a mi propia choza, donde la desesperación y la esperanza se entrelazaban en un baile sin fin. La búsqueda del bastón y la verdad sobre la maldición continuaría al día siguiente, pero esa noche, mientras cerraba los ojos, supe que Moussa me había revelado mucho más de lo que había dicho, y que en esas revelaciones residía la clave para salvar la aldea y, tal vez, a mí mismo. 

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