Malia y Fara (primera parte)

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El día en que conocí a Malia y Fara comenzó como cualquier otro en la aldea, con el sol despuntando entre las montañas y bañando el paisaje en un cálido resplandor dorado. Los primeros rayos de luz se filtraban a través de las copas de los árboles, creando un mosaico de sombras danzantes en el suelo. El aire estaba impregnado con el olor a tierra húmeda y vegetación fresca, mientras el canto de las aves llenaba el ambiente con una melodía que parecía dar la bienvenida a un nuevo día. Las chozas de la aldea, con sus techos de paja y paredes de barro, se alzaban como guardianes silenciosos de las vidas que albergaban, y la vida cotidiana comenzaba a desplegarse con la habitual serenidad de un lugar alejado del bullicio del mundo exterior.

Sentado en el borde de la aldea, en una pequeña elevación que me permitía observar el ir y venir de los aldeanos, estaba inmerso en mis notas, intentando captar la esencia de la vida en la aldea. Las mujeres se dedicaban a sus quehaceres diarios, algunas acarreando agua en vasijas de barro, mientras otras molían grano o tejían cestas con una destreza adquirida a lo largo de los años. Los hombres se preparaban para salir a cazar o trabajar en los campos, intercambiando palabras de ánimo y bromas amistosas. Los niños corrían por todas partes, sus risas resonando como campanas en la brisa matutina.

De repente, algo llamó mi atención. Vi a dos pequeñas figuras acercándose a lo lejos, tomadas de la mano y avanzando con pasos cortos pero decididos. A medida que se acercaban, sus siluetas se hicieron más nítidas, y pude distinguir sus rostros. Eran dos niñas, que aunque jóvenes, tenían una presencia que no podía ser ignorada. Sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y sabiduría, como si ya supieran más del mundo de lo que sus cortos años indicaban.

El paisaje a su alrededor parecía cobrar vida a medida que avanzaban, con el viento susurrando entre las hojas y las aves cesando su canto por un momento, como si todo estuviera en suspenso ante su presencia. Sus ropas, sencillas pero coloridas, reflejaban la riqueza de la cultura que las rodeaba, y sus pequeños pies descalzos apenas hacían ruido al pisar la tierra.

La mayor de las dos caminaba con una confianza tranquila que contrastaba con la timidez evidente de Fara, quien se aferraba a la mano de su hermana mayor como si fuera su ancla en un mar de incertidumbres. La niña mayor me miró directamente a los ojos cuando estuvo bastante cerca, sin rastro de duda en su mirada. Había algo en su expresión que me sorprendió, una mezcla de valentía infantil y un deseo innato de conocer más del mundo que la rodeaba.

—¿Tú eres el extranjero que vino a escribir sobre nuestra aldea? —preguntó con una voz firme, que resonaba con una claridad inesperada para alguien tan joven. Su pregunta me tomó por sorpresa, no solo por lo directa, sino por la forma en que la formuló, como si estuviera buscando algo más allá de una simple respuesta.

El ambiente alrededor parecía intensificarse con cada segundo que pasaba. El calor del sol comenzaba a levantar vapores de la tierra húmeda, y el aire estaba cargado con el aroma de la vegetación, mezclado con un toque de humo que provenía de las cocinas de la aldea. El murmullo de la vida diaria se sentía distante, casi como si estuviera en otro mundo, mientras las dos niñas se quedaban frente a mí, esperando mi respuesta.

Asentí, un poco desconcertado, intentando procesar la madurez que emanaba de la niña mayor. Antes de que pudiera articular una respuesta, la más pequeña se inclinó hacia su hermana y le susurró algo al oído, cubriéndose la boca con la mano en un gesto inocente. La niña mayor, aún sin romper el contacto visual conmigo, sonrió de forma que me hizo sentir que estaba siendo evaluado, como si estuviera siendo sutilmente invitado a formar parte de un mundo al que pocos tenían acceso.

—Yo soy Malia —dijo la niña mayor. Inmediatamente volteó a ver a su acompañante, y mirando sus ojos, sonrió con ternura—. Y ella es mi hermana menor, Fara.

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