En la búsqueda para que Esther se alejara del mundo digital, su madre intentó probar con la lectura. Cuando su hija era pequeña y ella tenía más tiempo libre para dedicarle, siempre le leía. Luego se sustituyó a sí misma por la Tablet. Cuando Esther llegó a la adolescencia ya su espacio estaba ocupado y no pudo volver atrás con el inmenso mundo de posibilidades que ofrecía internet. Se percató del error cuando el psicólogo diagnosticó a su hija con ludopatía. Ahora, formando parte de la terapia, tenía una nueva oportunidad de recuperar la relación con su hija. Pretendía retomar aquellos tiempos donde podían leer juntas.
Paseando en los pasillos de la librería se dio cuenta de que ya no conocía los gustos de su hija. ¿Ficción o no ficción? ¿Romance, fantasía, terror, comedia, drama? ¿Novela, relato, poesía, ensayo? ¿Clásico o contemporáneo? Se vio abrumada y pidió recomendaciones.
-¿Cuántos años tiene tu hija?
-Catorce.
-La literatura juvenil está en ese pasillo -señaló el dependiente un cartel enorme. Como si ella no hubiera pasado ya por ahí.
-Ya miré, solo que no sé qué comprarle.
-Mejor no compres nada. Mira -sacó de debajo del mostrador un libro cubierto por las cicatrices de haber pasado por manos de varios dueños. La portada era una mujer en blanco y negro mirando fijamente a su futuro lector-. Este libro está salpicado por todos los géneros. Funciona de lujo para lectores principiantes y para fidelizar clientes. En 15 días debes devolverlo. Verás como en cuanto tu hija lo lea se descubrirá a sí misma.
Lo aceptó. Por probar. Lo importante era que Esther descubriera algo que la apasionara tanto como para olvidarse de la Tablet, el móvil y la computadora.
Una vez en casa, el libro no despertó la ilusión que esperaba. Esther se sentía cuestionada, castigada, harta de buscar sustitutos para lo que ya sabía que le gustaba. No comprendía la preocupación por su enfermedad. No le hacía daño a nadie.
Tomó el libro como terapia, no porque le atrajera especialmente. Como mismo no le habían atraído la jardinería y la fotografía. Pese a la idea inicial de su madre, Esther eligió la lectura en privado y se llevó su nueva posesión a la habitación. Sin cerrar la puerta. Esa era otra de sus tantas prohibiciones.
La mujer en blanco y negro de la portada la miraba, retándola a descubrir sus misterios. Ojeo el libro y lo encontró más extenso de lo que parecía en el lomo, con varios manuscritos de letras diferentes, cero ilustraciones y algunas hojas en blanco al final.
Comenzó la lectura y quedo atrapada.
No había dos historias iguales. Leyó sobre personas que hablaban con los muertos o que habían tenido algún tipo de experiencia paranormal, sobre gente que soñaba con su familia o el amor de su vida, sobre asesinos, victimas o verdugos, sobre enamorados, locos por amor o desamparados en la soledad del rechazo, casas no del todo abandonadas, criaturas malignas o inocentes dentro y fuera de la realidad, planetas y tecnologías desconocidas, seres celestialmente hermosos o catastróficamente abominables, cartas al más allá y poesía dedicada a quien no lee, obsesiones y tragedias, fugas, desgracias, cotidianidad o incertidumbre. De todo.
Con cada relato terminado, la portada iba tomando colores. Alrededor del rostro se formaron líneas con distintos tonos de verde mezcladas con grises que formaban un fondo abstracto para que resaltase la expresión de la mujer, menos calavérica, más real, como si estuviera a punto de contarte un secreto.
Culminó el libro mucho antes de los 15 días que tenía como fecha límite y para entonces los ojos de la dama de la portada habían adquirido cada uno un color: zafiro el derecho y negro el izquierdo. De sus labios ya para nada pálidos brotó finalmente el secreto prometido:
“Es tu turno.”
Esther creyó enloquecer y corrió a contárselo a su madre.
-Eso es imposible, cielo.
-Sí, mamá, mira.
Le puso el libro a 5 centímetros de la nariz, como si acercarlo hiciera evidente sus palabras, pero aun así su madre no logró ver nada extraño.
-Si ya lo terminaste puedo buscarte otro. Comprado esta vez, para que empieces tu propia biblioteca.
-¿Devolverlo?
-Sí, claro. Te dije que era prestado. En cuanto lo devuelva te traigo uno nuevo. Dime, ¿qué te apetece leer?
-No -dijo Esther atónita, retrocediendo con el libro pegado al pecho -aún no lo puedo devolver.
Corrió. Se encerró en su habitación y cayó en una especie de trance, con la mirada perdida en el techo y en la mano un bolígrafo que no paraba de moverse trazando líneas, letras, palabras. Cuando despertó, no recordó nada de ese tiempo. Ni siquiera podía escuchar los gritos de su madre que la zarandeó y dejó caer gotas de saliva sobre sus mejillas cuando por fin le abrió la puerta. Le dolía la mano derecha. El libro, con la portada otra vez en blanco y negro, se encontraba cerrado sobre su escritorio. Esther comenzó a temblar.
-¡Llévatelo! -gritó-. ¡Llévatelo ya! ¡Tráeme cualquier otro!
Su madre metió el libro en el bolso para evitar que se pusiera más nerviosa. Le preparó una tila y esperó que se durmiera para volver a la librería.
-Este libro le ha hecho algo a mi hija -se quejó ante la misma persona que se lo había recomendado.
-Le dije que se encontraría a sí misma -respondió el dependiente con una sonrisa socarrona.
-Como le haya pasado lo más mínimo, voy a denunciarles -amenazó, dio media vuelta sin esperar respuesta y recorrió otra milla para comprarle a Esther la nueva historia prometida.
El dependiente ojeó el libro con la portada en blanco y negro y encontró la letra de Esther en la nueva última hoja del nuevo último relato de la siniestra antología.
-Una historia más, un alma más, ¡qué colección tan brillante!
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Susurros en lo profundo
RandomToma asiento y no cruces las manos o las piernas, no te defiendas, deja que el libro te atrape. No demasiado o no sabrás regresar. No apagues las luces y vigila que todo esté cerrado, o abierto, como más seguro/a te sientas. Corrobora que alguien pu...