Encontré la ouija con otro montón de trastos viejos.
-Ven a visitarme -me dijo cuando logré comunicarme y me deletreó la dirección con demasiada rapidez.
No se lo comenté a nadie. Era algo privado. ¿A quién de todos modos? Si mi confidente era él.
Esperé a la noche, tomé uno de sus abrigos y emprendí el viaje.
-Vengo a visitar a un muerto -le dije a la señora del delantal manchado que me abrió la puerta luego de comprobar que el número de casa era el correcto. Si estaba mal, él se había equivocado y a mí me encerrarían por presentarme así en casa ajena. La señora sonrió y me dejó pasar. Las paredes estaban tan cubiertas de adornos, recortes de periódicos, cuadros y telas de araña que no se distinguía el color de la pintura. Una vez cruzado el umbral, ella se llevó mi mano a la nariz y aspiró con fuerza, como si las rayas de mi palma albergaran polvos prohibidos. Le permití hacer.
-¿Quién te invita?
-Mi hermano.
-Toma un té mientras esperas.
Sobre la mesilla de centro había ya preparada una tetera y cuatro tazas, cada una rota por el mismo borde. Obedecí y esperé. Él té me supo a ceniza.
La señora regresó.
-Necesito que me dejes aquí tu huella -el folio que me tendió no pedía información alguna. Solo tenía escrita la palabra “visitante” en el encabezado. En lugar de un bolígrafo o algo más para escribir colgaba una aguja de coser.
Comprendí.
Me pinché el pulgar izquierdo, apreté hasta que el punto de tinta roja se convirtió en una lágrima y la lágrima en una gota redonda y perfecta y marqué la hoja.
Lamí el resto de mi sangre hasta que se cerró el pinchazo y recordé la época en la que aún me regañaban por chuparme el dedo gordo.
La señora desapareció tras una puerta de la cual salió poco después una muchacha vestida de blanco, con la piel gris cubierta de grietas negras como abismos y las cuencas de los ojos vacías.
-Vengo a visitar a un muerto -repetí. No a un muerto cualquiera. Quizás se habían confundido y yo no quería ser grosera. No me molestaría hablar con otros después.
-Ven conmigo.
Ella era otra intermediaria. Salimos al patio y cualquier rastro de calidez o luz eléctrica se esfumó. Me montó en un carruaje llevado por la niebla y un esqueleto sonriente. La muchacha se despidió con la mano. Alcancé ver larvas zigzagueando entre sus dedos.
Pasamos un bosque te tumbas y sentado en su lápida encontré a mi hermano.
Abracé el humo y un soplo me acarició la mejilla.
-¿Cómo estás? -me preguntó.
-Descolocada. Te traje algo -acomodé su abrigo de forma tal que cubriera una parte de su tumba. Si hacía frío o no donde estuviese, no pregunté. En vida siempre usaba ese abrigo sin importar el clima.
-¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Tardaste mucho en registrar mi cuarto y encontrar el medio.
-Mamá le puso un candado a tu puerta.
-¿Cómo está ella?
-Con antidepresivos. Entré a tu cuarto en cuanto le pude hacer una copia a la llave. Un día recordé las reuniones secretas con tu grupo de amigos encerrados en el cuarto y decidí buscar la ouija.
-¿Sabes algo de ellos?
-Ya no pasan por casa. Estarán buscándote por su cuenta.
-Les dejé las herramientas. Pensaba investigar más sobre todo ésto, pero me quedé sin tiempo. Así son los accidentes.
-¿Qué fue lo que hiciste?
Esquiva mi mirada. Silencio. El viento seco entre las tumbas. Rumor bajo la tierra.
-Mejor encontrar todo ahora -cambia de tema-. Antes hubieras querido quedarte.
-¿Y no puedo?
-Por supuesto que no. Ahora sabes el secreto para visitarme cuando quieras.
-¿Cómo te enteraste tú que esto era posible?
-Los muertos hablan. He visto otros visitantes.
-¿Y cómo puedo regresar?
-La campana en ese árbol llama al cochero. El bosque se extiende hasta límites que no conozco en caso de tenerlos, pero el eco rebota y lo encuentra. Siempre está a la misma distancia. La chica vuelve a abrirte la puerta. Por tu cuenta nunca la encontrarías. Ni siquiera tienes que despedirte de la dueña de la casa. Ella sabe cuándo alguien llega y se aleja. Intenta siempre traerle algo. Es muy amable por permitir quedarnos y recibir visitas. No le gustan mucho los vivos. Ahora, cuéntame sobre la vida.
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Susurros en lo profundo
RandomToma asiento y no cruces las manos o las piernas, no te defiendas, deja que el libro te atrape. No demasiado o no sabrás regresar. No apagues las luces y vigila que todo esté cerrado, o abierto, como más seguro/a te sientas. Corrobora que alguien pu...