Ya eran 4 los niños desaparecidos y la policía había dado instrucciones de ninguno salir sin compañía. Esa fue la razón por la que Marcos aceptó la invitación de Roger de ir juntos a casa. Ese niño nunca le había dado buena espina. Siempre callado, como si tuviese un mundo interior privado que vulgarizara al exterior compartido. Iban en el mismo salón desde hacía 5 años y solo le había visto sonreír las últimas semanas: la sonrisa más amplia que alguien hubiese visto, más resplandeciente aún teniendo en cuenta los ánimos del resto, todos temerosos de ser la siguiente foto en un cartel de “se busca”. Esa sonrisa podía pasar fácilmente como un rayo de luz solar en medio de los más espesos e inesperados nubarrones. Marcos se sintió atraído por aquello. No hubo otra explicación.
-Necesito un momento -Roger rompió el silencio con que habían recorrido casi todo el camino.
-Tu casa queda solo a dos cuadras -dijo Marcos.
-Sí, pero no aguanto -sonrió con jovialidad y sacudió más rápido las piernas remarcando su necesidad-. Será solo un segundo.
Sin más, Roger salió del sendero y se adentró entre los árboles. Marcos, atontado y nervioso, esperaba mirando su reloj, alternando el peso de su cuerpo de un pie al otro y dándole patadas a una piedra. Pudo haberse ido, su casa no quedaba tan lejos, pero algo le impedía abandonar a Roger: su sentido de la palabra, del compañerismo, la advertencia policial de no andar por ahí solo, o algo más trascendental que no sabría explicar. La pelota improvisada se había perdido en un arbusto cuando algo lo golpeó en nuca y calló al suelo.
Marcos despertó atado a una camilla en, a su suponer, un sótano. A su derecha, un mural con lo que parecían fichas de otros niños, los niños desaparecidos: nombres, fotos y collares hechos con dientes acomodados de manera similar a la sonrisa del gato de Alicia en el país de las maravillas. Frente a él, la inalcanzable puerta. A su izquierda, una mesa de trabajo abarrotada de instrumental quirúrgico y Roger sosteniendo una cámara polaroid.
-Sonríe -pidió éste antes de tomarle una foto. Cuando la imagen se reveló, Roger la sujetó con una tachuela en su mural junto al resto. Efectivamente, Marcos había sonreído-. Preciosas, ¿no crees? -dijo refiriéndose a los macabros intentos de sonrisas-. Estos collares me hacen feliz -se quitó el que llevaba puesto bien escondido entre el cuello del pulóver-, pero su efecto no es eterno. Hay que renovarlos -se colocó una mascarilla y tomó uno de los aparatos metálicos de encima de la mesa, de esos que nunca quisieras averiguar para qué se utilizan-. Pero, bueno, la forma de conseguirlos también me hace feliz. Y tu sonrisa será la siguiente.
Los últimos gritos de Marcos se ahogaron en el ruido de los instrumentos de extracción.
Varias desapariciones después fueron encontrados los escalofriantes trofeos, mas no los cuerpos. Las familias de las víctimas sucumbieron a la desesperación de no poderles dar cristiana sepultura a sus hijos. “¿Para qué los quieren si ya no cuentan con nada hermoso? No valen la pena. Mi colección debería bastarles. La hice con todo mi cariño” declaraba Roger. Su propia familia pasó de la incredulidad a la repulsión durante el proceso de juicio y condena. Nadie creía que no estuviesen enterado de las aterradoras actividades de su hijo. “El minimonstruo” rezaba el titular de todos los periódicos.
Roger finalizó sus días en la cárcel, más temprano que tarde, incapaz de volver a sonreír.
ESTÁS LEYENDO
Susurros en lo profundo
De TodoToma asiento y no cruces las manos o las piernas, no te defiendas, deja que el libro te atrape. No demasiado o no sabrás regresar. No apagues las luces y vigila que todo esté cerrado, o abierto, como más seguro/a te sientas. Corrobora que alguien pu...