Retumba en el apartamento la alarma de las 6:40 pm. Él sabe que su Remedios no llegará hasta las 6:45, pero debe irse preparando. Toma los prismáticos y la espera cual versión retorcida de Penélope en la ventana que tiene vista a su balcón.
Hoy es día de lavandería. Ella sale del trabajo a las 4. En 15 o 25 minutos llega a casa, dependiendo si viene con deseos de cocinar o tiene que detenerse a por comida. Pero la lavandería de los martes la retiene fuera 2 horas de más. Todo lo tiene bien estudiado. Su casa entera es un mural detallado del día a día de su Remedios.
Se abre la puerta y el vecino enfoca. Lo cubre estratégicamente una cortina. De todos modos, su vecina nunca levanta la cabeza. Ella suelta el bolso y la chaqueta en el perchero de la entrada y cuelga las llaves cerca de la puerta, como siempre. Ha llegado su Remedios. Que no se llama Remedios. Él, por supuesto, conoce su verdadero nombre, pero no le gusta; es lo único que no le gusta de ella. Y como también ha construido su vida como si se tratase de una muñeca, puede permitirse cierta licencia como darle el nombre que guste. Y en los cien años de soledad de Macondo Remedios era nombre de inocente condena para el género opuesto. Primero, la niña que murió a los 14 años dando a luz a los gemelos del coronel Aureliano Buendía; y luego la Bella, que mataba sin pretenderlo a todos sus pretendientes y cuya belleza causaba estragos a quien quisiera admirarla.
La vecina se coloca las zapatillas de andar por casa y se dirige al cuarto de baño. Mas quisiera él ser quien la recibiera en casa, ponerle sus zapatillas y besarle los pies, recorrer todo su cuerpo con la esponja de ducha, masajearle los hombros mientras el agua caliente relaja ambos cuerpos, acariciar su piel con crema o prescindiendo de ella, consentirla en todos los sentidos en los que se puede consentir a una mujer.
Detesta la erección que crece en sus pantalones siempre que sus pensamientos toman ese camino. Lo hace sentir un vulgar cualquiera. De querer solo el cuerpo de su Remedios, conociendo todo lo que conoce, habiéndola vigilado como lo ha hecho, lo hubiera tomado hacía mucho tiempo. Él no quiere su cuerpo. La quiere a toda ella.
Debe relajarse y se escabulle al cuarto rojo, el de las fotos que está revelando. Ahí mantiene escondidos en un cajón sus tesoros más privados: prendas que ha podido sustraer de su Remedios. Antes no se hubiese atrevido a tanto. Las fotos también sufrieron una evolución. Al principio se veía en ellas a la vecina en lugares públicos, sonriendo, hablando por teléfono. Desde que ella reacomodó la sala y había tomado la libertad de andar en ropa interior por su departamento, las fotos la capturaban semidesnuda, sonriendo, hablando por teléfono, tocándose.
Rodeado de ella no puede evitar las lágrimas de frustración, como mismo el deseo de masturbarse con una de sus bragas robadas es más grande que su voluntad de mantener su amor platónico de forma inocente.
Ya su Remedios ha salido del baño cuando él regresa a la ventana. Hoy tiene una de sus reuniones de amigas y se viste de fiesta. La cámara, siempre a mano, dispara una nueva sesión. Ese vestido es nuevo. La vecina no tarda mucho tiempo más en dejar solo su apartamento y a quien la observa. Él se chasquea los dedos y se dispone a revelar los nuevos negativos. Camina de aquí para allá con picor en los antebrazos y cuando está seguro que su Remedios no regresará cambia el rumbo de su andar del cuarto rojo hacia la casa que lleva rato mirando.
Sabe como entrar, lo ha estudiado al dedillo, pero nunca se había atrevido a tanto. Hoy es el día en que piensa cruzar todos los límites. Una vez allí, comienza por oler las zapatillas de andar por casa. No distingue nada. Es su casa, el ambiente está lleno de su aroma, impregnado de toda ella. Piensa en llevárselas, pero no serviría para nada. No quiere estropear un ritual que ha adulado tantas veces.
En su lugar intenta aprovechar el tiempo con cosas que tantas veces ha imaginado, pero no ha visto: su cuarto. Se sorprende de que ella también tenga una habitación roja. Se sorprende que también ella revele fotos. Se sorprende que ella también haya documentado un poco de su vida, de que lo conozca, que lo tenga casi tan bien registrado como él la tiene a ella. Pero más se sorprende de escuchar una voz a su espalda.
-¿Qué haces aquí? -pregunta su Remedios desde el umbral de la puerta. Ella sí conocía de su existencia. No desde el mismo tiempo que él llevaba mirándola, pero no le había pasado desapercibido. Cuando hubo comprobado sus sospechas comenzó a recorrer la casa en ropa interior, reacomodó la sala y se tocaba en el sofá que estaba frente a la ventana. Su amor platónico tampoco era tan inocente.
-Lo mismo que tú en mi casa -responde él con una foto en la mano tomada en su propia habitación roja.
Y sin más unen sus bocas en un beso tan apasionado como obsesivo, rebosante de reconocimiento mutuo.
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Susurros en lo profundo
De TodoToma asiento y no cruces las manos o las piernas, no te defiendas, deja que el libro te atrape. No demasiado o no sabrás regresar. No apagues las luces y vigila que todo esté cerrado, o abierto, como más seguro/a te sientas. Corrobora que alguien pu...