No tengo reloj aquí, ni móvil, ni nada que me asegure la hora a la que me levanto. Vivo al margen de todo. Excepto del olor a café. Me levanto siguiéndolo. No sé por qué estoy tan adolorido. Supongo que mucho esfuerzo físico ayer. Pero eso es lo de menos cuando se persigue un objetivo, y el mío es tomarme una taza de café antes de que se enfríe.
—Buenos días —me dice la preciosa castaña de pelo largo cuando me tiende mi tan añorada taza de café.
—Igual, y gracias —le respondo antes de perderme en el sabor del café y los ojos del mismo color.
—Hoy soñaste conmigo —afirma con una sonrisa.
—No sé. No recuerdo.
—No te estoy preguntando. Sé que soñaste conmigo.
—Me conoces mejor que yo mismo —esta vez sonrío yo.
—Lo sé. Eso significa que hago bien mi trabajo. Hablando de eso. Te sirvo otra taza y vas a la ducha, no vallas a llegar tarde.
—¿Tarde? ¿A dónde? —Me quedo anonadado. Salí de la cama por el olor a café, no porque pensara hacer algo más. Realmente, no sé si de verdad tengo algo que hacer.
—A la clínica. ¿A dónde si no? Creo que me habías hablado de dos pacientes nuevos.
¡Ah, si! Eso me suena de algo. Me termino el café.
—Está bien —acepto, aunque sigo confuso—, pero quiero esa otra taza de café.
—Otra cosa. Hoy tengo que hacer unas compras y pasar por casa de mi madre. Necesito que recojas tú a los niños del cole.
—¿Niños? ¿Qué niños?
—Nuestros gemelos, George. ¿Qué niños van a ser? —Suena algo irónica en su aclaración. Creo que se está hartando de mis despistes.
—Está bien. Todo lo que digas, pero por favor, sírveme otra taza de café.
De no tener nada por qué levantarme salvo el café, tengo la agenda llena. Las vueltas que da la vida y más cuando eres un hombre responsable y ocupado. Aunque, siendo sincero, no me siento yo como un hombre responsable y ocupado.
La castaña me da mi segunda taza de café y me la termino alternando mi mirada entre ella y un marco de fotos sobre la encimera donde aparece ella, un hombre vestido de traje y unos pequeños, castaños igual, de aproximadamente 6 años. Son muy monos, la verdad.
—¿Dónde están ahora los niños? —siento una repentina curiosidad.
—Aún en la cama. Ahora debo despertarles que ya tienen el desayuno listo —me responde.
Ya no me queda café. Ya no queda ni siquiera su olor. Salgo de la cocina en busca del baño. No sé dónde está. No sabía ni dónde estaba la cocina pero seguí el olor a café. Llegué a mi cama. ¿Qué hago de nuevo en la cama si estaba buscando el baño? Debo salir de aquí. Tengo muchas cosas que hacer hoy. Debo ir a la clínica a atender pacientes y a recoger a los gemelos del colegio. Pero lo más importante, debo tomarme otro café preparado por la castalla. Aunque sé todo ésto, mi cuerpo no se levanta de la cama. No se siente como si tuviera algo que hacer. Parece que no tengo responsabilidades. Pero quiero tenerlas. Esas responsabilidades me gustan. Mi mente lucha, pero mis ojos se cierran. Es como si en ningún momento me hubiera levantado de la cama. A decir verdad, no tengo el sabor del café en mi boca.
—Señor Hans, despierte. Ya es la hora.
—Santiago, amigo, soñé con mi castaña.
—Me alegro mucho, señor. Pero levántese, por favor, ya es su turno otra vez. Tome, su café.
—Eso no es café. Es agua de alcantarilla. ¿Podrías decirle a mi castaña que me haga café?
—Haré lo que pueda señor. Pero vámonos ya.
—¿Cuál es la historia de él? —Le pregunta una enfermera a otra cuando ven al señor Hans salir con el doctor Santiago.
—Una tragedia más en los pasillos de este psiquiátrico. Su nombre es George Hans. Era un reputado psicólogo en la clínica que queda cerca de aquí, aunque un par de veces por semana tenía sesiones en grupo con nuestros pacientes y muchos mejoraron. Fue instructor del doctor Santiago y por eso éste se ofreció a tratarlo personalmente todo el tiempo. Tenía una mujer y dos niños preciosos, murieron en un accidente de coche. Él conducía. Tuvo lesiones en la cabeza que se agudizaron por el dolor de la pérdida. Quemó su casa estando dentro. Le dijo a los bomberos que no conseguía que el café le quedara igual que a su mujer. Muchas veces piensa que su familia está viva y pide que les digan que lo vengan a ver. Santiago ha dejado de corregirle porque se ha puesto peor. A veces dice que los ve y habla con ellos. Los doctores no saben si son sueños, alucinaciones o sus ansias por recuperar su vida.
—Que triste. Ser un psicólogo con tu vida hecha para acabar en un psiquiátrico sin nada. Irónico que estés encerrado donde, en su momento, ayudaste a personas a salir.
—Más que triste, trágico. Pero así son los azares de la vida y la mente. Ni los mejores doctores se salvan a sus caprichos. Ahora, apresúrate, que le toca la pastilla a la señora Hidalgo.
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Susurros en lo profundo
RandomToma asiento y no cruces las manos o las piernas, no te defiendas, deja que el libro te atrape. No demasiado o no sabrás regresar. No apagues las luces y vigila que todo esté cerrado, o abierto, como más seguro/a te sientas. Corrobora que alguien pu...