El hombre y el cuadro

248 17 2
                                    


Capítulo 1: Más duro de lo que pensaba.

-Puedes sentarte. Adelante, como en tu casa. Si te soy sincero, sabía que llegaría este momento, pero no te esperaba tan pronto; es una lástima, lo lamento muchísimo.

-Gracias.

-Perdona, a veces pierdo las formalidades... Paso mucho tiempo solo. ¿Quieres un café, un té?

-Un té estaría bien, gracias.

El hombre no pasaba de los cincuenta, pero aparentaba al menos tener cinco años más. Su cabello, antes abundante, había perdido su brillo y su fuerza. Se había dejado crecer la barba mucho más que en sus años jóvenes, por dejadez más que por otra cosa, y sus ojos reflejaban una amargura que era difícil pasar por alto.

Antaño había sido bromista y sarcástico; ahora sólo quedaba de aquello una ironía más dolorosa y cortante.

Se levantó del sofá y fue a la cocina de aquella pequeña casa, no mucho mejor cuidada que el dueño. Si se miraba detalladamente, podían encontrarse botellas de contenido alcohólico por doquier, envoltorios de comida tras las puertas y los muebles, viejos y cubiertos por una espesa capa de polvo.

La vivienda tenía un ambiente viciado, olor a almizcle, aroma a vino, brandy, y el inconfundible óleo.

De hecho, si se miraba bien, no había superficie que no tuviese manchas de pintura. Un pincel aquí, una brocha seca allí, y en medio de todo aquel desorden, una pequeña lechuza de color pardo que dormitaba encogida en lo alto de un mueble bar.

Sin duda era la casa de un bohemio, o de alguien con tan poco amor por sí mismo que se lanzaba a los brazos del abandono más absoluto. Quizá fuera ambas cosas.

Aun así, se notaba que, al igual que con su hogar, el varón había hecho un intento por arreglarse. Pero por mucho que lo intentase, esa maraña de pelo oscuro era imposible desenredarla, ni tampoco era capaz de hacer desaparecer ese fuerte olor a whisky de fuego que emanaba de él.

Se había ido acostumbrando con el paso del tiempo a no usar la magia para nada en absoluto. Vivía como un completo muggle, e incluso había veces que pasaba semanas enteras sin localizar su varita, pero nada de eso parecía tener importancia para el hombre de cabellos enmarañados.

Al volver al salón, bandeja de té en mano, se fijó en su invitada y sintió un retortijón que lo atenazó por dentro.

El corazón comenzó a latirle tan deprisa que creyó por unos segundos que estallaría en mil pedazos.

Escuchaba el bombeo constante de sangre en sus oídos, tan fuerte que daba la sensación de tener dentro de sí una manada de centauros enfurecidos golpeando sus cascos contra el suelo.

Cerró los ojos, tomando aire, obligándose a mantener la calma.

No sin cierto temblor en las manos, provocado todo ello por la visión que tenía frente a sí, consiguió dejar la bandeja sobre la mesa sin que se derramase una gota de té.

Enfrascado en sus pensamientos como estaba, no se dio cuenta, o no quiso hacerlo, de que la joven muchacha que tenía ante sí lo escrutaba con preocupación.

"Esa manera de fruncir el ceño..." pensó el hombre, entreabriendo los labios para dejar escapar un jadeo antes de morderse el labio.

-Monsieur, si lo prefiere, puedo marcharme-indicó la joven, con voz serena, aunque en sus palabras había un atisbo de duda. El hombre, que con aquello pareció salir de su ensimismamiento, mostró una sonrisa forzada de dientes desiguales y negó con levedad, de manera imperceptible, tomando su taza de té.

-Au contraire. Prefiero que te quedes, así nos conoceremos mejor. Y por favor... tutéame. Puedes llamarme Samuelle, o Sam, si te gusta más.

De nuevo se hizo un gran silencio. Ninguno de los dos sabía bien cómo empezar, y la perspectiva de una larga tarde por delante, no ayudaba en absoluto.

Pasaron así varios minutos: él removiendo su té con aire distraído, aunque apenas podía respirar; ella observándole con inevitable curiosidad, con cierta inocencia que sólo se posee en la anhelada adolescencia.

La joven se retiró un mechón dorado, colocándolo tras su oreja, empezando a jugar con sus dedos entre sí, como hacía siempre que estaba nerviosa. Cruzó una de sus piernas sobre la otra, sacando su varita, delgada y de madera pálida, y dejándola sobre la mesita. Fue a decir algo, pero en vez de ello se calló y soltó un pequeño suspiro, observando el saloncito, cuya única iluminación venía de las ventanas cubiertas por cortinas blanquecinas.

Algo en la pared de color claro llamó su atención: un pequeño dibujo.

Entrecerró los ojos para aguzar la vista. Se trataba de una bandera con los colores de Francia. A los lados, había dibujada una elegante serpiente y un león rampante. Slytherin y Gryffindor. Una vez más, frunció el ceño con curiosidad, aunque con expresión seria.

Sobre la bandera, había una frase en negro. "Vive la liberté".

La joven parpadeó, sin terminar de comprender el significado de aquella pintura en la pared. Aun así, se guardaría las ganas de preguntar, pues no lo consideraba oportuno, quizá hasta su anfitrión se ofendía.

Así que volvió a mirarle.

En otros tiempos, Samuelle Grantaire habría sido el hombre más extrovertido y socarrón del mundo, pero dejó de serlo hacía muchos años.

-Mi madre apenas me contó nada... Samuelle-comenzó a decir la joven, en vista de que debía empezar ella, o de lo contrario aquello se convertiría en algo realmente difícil de sobrellevar.

Afortunadamente, ya estaba acostumbrada a llevar la iniciativa.

Su madre, recién fallecida tras meses encamada por un brote mortal de viruela de dragón, no hacía más que repetirle que era algo que llevaba en los genes, que algún día haría grandes cosas gracias a aquel arrojo y ese don de liderazgo natural en ella.

Antes de que el silencio se prolongase mucho más, Grantaire se inclinó hacia delante, perfectamente consciente de que la joven no había dejado de mirarle. La entendía, pues él se esforzaba por no dejar volar su curiosidad desde que ella había puesto un pie en su casa. Debía comportarse como el adulto que era.

Dejó la taza en la mesa. Aquello iba a costarle mucho más de lo que pensó en un principio, y ese rostro juvenil y terriblemente hermoso que lo observaba no hacía más que recordárselo. Pero en su día hizo una promesa, y no estaba dispuesto a faltar a su palabra. No por segunda vez.

-Entonces, Diana, lo mejor será que empiece por el año en que todo comenzó.

(Well... Primer capítulo del primer fic de Les Mis que escribo. ¡A ver cómo se desarolla! Es pronto para ello, pero espero que os guste.)

El hombre y el cuadroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora