Capítulo 10: La caída de Apolo

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"Había pasado casi toda la noche y el siguiente día rodeado de mis amigos, que hacían compañía al líder de rojo en sus últimos momentos.

Pese al dolor de verle así, ni siquiera me aparté de su lado, ni cuando de hora en hora Combeferre y Joly tenían que llevar a cabo las curas necesarias.

Cuando los últimos rayos de sol cayeron ante el crepúsculo, mi aspecto rivalizaba con el de uno de los enfermos allí presentes. Con ojos enrojecidos por el llanto y expresión vacía, negué cualquier tipo de apoyo que quisieran darme. ¿Para qué? No necesitaba comer ni beber; era algo estúpido y banal cuando el amor de mi vida se desvanecía por momentos.

Poco a poco, Les Amis habían ido desapareciendo de la habitación, aunque yo sabía que esperaban fuera. De cuando en cuando entraba alguno de ellos, pasaba un rato conmigo, me daba palabras de apoyo, miraba a Enjolras con los ojos empañados en lágrimas, y luego se volvía a ir.

–Apolo, dios del Sol, arquero del Olimpo y líder de las brillantes estrellas en el lejano Cielo... Vete, te lo suplico. No luches por conservar este cuerpo humano que Zeus te ha concedido para bajar a la Tierra. Vuelve con tus hermanas, luceros en la noche, regresa al monte del que has venido, vuelve con tu hermosa y terrible melliza, Artemisa, quien te espera para iniciar una competitiva cacería... Mas quizás seas castigado; los dioses te tacharán de ladrón en tu ascenso, pues contigo te llevas mi corazón, mi alma y mi vida. ¿Pero qué puedo hacer yo, humilde e inservible admirador, simple mortal, para que las heridas que resquebrajan el mármol de tu escultural figura se te lleven sin causar más dolor? Dímelo, imploro. Dame una señal, una palabra... Un aliento fugaz, para saber que marchas sin mayor sufrimiento, que Zeus dejará de descargar sobre ti su terrible rayo castigador, que perdonará tu pecado mortal de haber llevado a cabo un hurto. Pero ¿es hurtar tomar algo que se ofrece y llevarlo consigo? Porque mi corazón jamás fue mío, Apolo. Desde las tinieblas de mi propia destrucción, desde la oscuridad seguí y seguiré tus pasos como el lobo que persigue a la Luna en las noches de claro esplendor. Porque te amo. Te amo con el ardor de cien soles, con el salvajismo de la furiosa naturaleza... Y como amante tuyo, debo dejarte marchar. Debo apartar a un lado el egoísmo natural en mi, y he de dejar que asciendas y alcances la paz que tu magullado y hermoso cascarón de carne y huesos ansía con tanto fervor. Si alguna vez me amaste como yo lo hice... Oye mis plegarias y márchate, abandona este sufrimiento, mi hombre de mármol... Mi amor, la mayor de mis musas, mi aliento y mi palpitar. ¡Muere de una vez!–supliqué en voz baja, hundiendo mi rostro entre las manos y empezando a llorar con completo desconsuelo, intentando convencerme de que su marcha sería lo mejor, que a cada aliento que daba tratando de sobrevivir, su cuerpo le castigaba más por tal atrevimiento. Le amaba con cada partícula de mi ser, pero debía dejarle marchar, no podía ser egoísta y pedirle que se quedase a mi lado si, como bien había dicho Combeferre, su fallecimiento era inevitable.


La estancia permaneció en completo silencio, siendo éste tan sólo interrumpido por mis gemidos y ahogadas súplicas contradictorias: pedía que se fuera, pero a la vez le imploraba que sanara y volviera conmigo, que me abrazase y me dijera que todo había pasado, que aquello no era más que una horrible pesadilla que terminaría al abrir los ojos.


–S... Samuelle...


Alcé la vista con desesperación, sobresaltado. Por mis mejillas aún corrían amargas lágrimas.


El hombre y el cuadroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora