Capitulo 24: El Peso de la Victoria

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Las murallas interiores cayeron rápidamente después de la caída de las exteriores. Así, la ciudad cayó en manos de Luxuria, quien, escoltada por sus mejores soldados y acompañada por su séquito de sacerdotisas y el niño que había acogido, caminaba por la avenida principal hacia el castillo. Allí, las últimas tropas resistían por orden de su señor, escondido detrás de murallas de las que no podía escapar, ni siquiera por las salidas secretas, ya que Luxuria intuía su existencia.

—¡No hay escape! —gritó Luxuria mientras avanzaba—. Ríndanse ahora y evitarán más derramamiento de sangre innecesario.

Después de ejecutar a algunos soldados y guardias e interrogar a otros, sus hombres descubrieron estos túneles.

—Comandante, hemos encontrado los túneles secretos —informó uno de sus capitanes.

—Excelente, que se coloquen guardias en todas las salidas. Nadie debe escapar —ordenó Luxuria con firmeza.

La ciudad estaba en caos. Los soldados de Luxuria capturaron a gran parte de los defensores, atándolos con sogas. Los ciudadanos, temerosos de lo que les pudiera pasar, se escondían en sus casas. Los más inteligentes se arrodillaban en las calles, con las cabezas gachas y las manos alzadas en señal de rendición. Estos tuvieron mejor suerte que aquellos que no lo hicieron.

—Por favor, perdónenos —suplicaba un anciano mientras se arrodillaba ante los soldados.

—Si no ofrecen resistencia, seran tratados con la gracia de la Doncella de Planta —respondió uno de los soldados, haciendo un gesto para que se levantara.

Los soldados irrumpieron en todas las casas, buscando a posibles enemigos y asegurando la zona. Algunos golpeaban a quienes encontraban resistiéndose.

—¡No hagan esto! ¡No somos enemigos! —gritaba un joven mientras intentaba proteger a su familia.

—¡Cálmate, sal inmediatamente de la casa! —le respondió un soldado.

En medio de todo, Luxuria continuaba su avance hacia el castillo. La avenida principal, normalmente bulliciosa, ahora estaba llena de escombros y cuerpos caídos.

—Lleven al niño a un lugar seguro —ordenó a una de sus sacerdotisas—. No quiero que vea esto.

—Sí, hermana —respondió la sacerdotisa, llevándose al niño a un lugar protegido.

Un soldado se acercó a Luxuria con cautela y le preguntó: —Disculpe, como sabe...

El soldado estaba nervioso por lo que tenía que decir.

—Adelante, sé por qué estás aquí. Pero háganlo discretamente. Tomen a las necesarias y repórtenlas como desaparecidas. Luego, eliminen cualquier evidencia. No me importa si las venden o las matan; después de todo, son seguidores de Harim —dijo Luxuria sin emoción—. Además, merecen una recompensa por su excelente trabajo.

El soldado asintió y se fue. Luxuria continuó su camino.

Al llegar al castillo, los soldados rompieron las puertas y entraron. El señor de la ciudad, sin salida, se rindió.

Luxuria avanzaba por los pasillos sombríos del castillo, sus pasos resonando sobre las frías losas de piedra. Los soldados que la guiaban, rostros marcados por la batalla, habían entrado antes que ella y ahora la conducían hacia la sala del trono. Al atravesar las imponentes puertas de madera, la escena que encontró fue muy diferente a lo que esperaba.

El aire estaba cargado con el acre olor de la sangre y el polvo. Varios cuerpos yacían en el suelo, inmóviles, mientras numerosos soldados permanecían arrodillados con las cabezas gachas a un costado de la sala, sus armas desechadas en señal de rendición. Al final de la estancia, sentado en su trono de madera tallada y custodiado por un pequeño grupo de cuatro guardias leales, estaba el señor del castillo. Detrás de él, casi ocultas por la enorme silla, dos pequeñas niñas se aferraban con temor a su capa.

Sacerdotisa de la Oscuridad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora