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❝105-a.c❞


Los muros de la Fortaleza Roja habían sido testigos de innumerables historias de gloria y tragedia. Entre sus pasillos laberínticos y torres imponentes, la joven Rhaelya Targaryen crecía en un silencio casi imperceptible. Mientras su hermana mayor, Rhaenyra, brillaba bajo la luz de la atención real, Rhaelya se deslizaba entre las sombras, su presencia apenas notada por la corte y, a veces, incluso por su propia familia.

Desde su más tierna infancia, Rhaelya había sentido la frialdad de la indiferencia. No poseía el carisma innato de Rhaenyra ni había sido bendecida con un dragón desde su nacimiento, lo que en la casa Targaryen era casi un símbolo de legitimidad y destino. Esta ausencia la había condenado a una posición secundaria, una figura pálida en comparación con el resplandor de su hermana.

Aquella mañana, Rhaelya caminaba sola por los fríos pasillos de la Fortaleza Roja, su destino era llegar a Pozo Dragón, un lugar que para ella representaba tanto fascinación como temor. Mientras avanzaba, los ecos de sus pasos resonaban en las piedras antiguas, y con cada paso, su mente la llevaba a recuerdos de un pasado que no podía olvidar.

Una tarde, cuando el sol comenzaba a teñir el cielo de tonos dorados, Rhaelya, de apenas siete años, se encontraba sentada en los jardines de la Fortaleza Roja, observando cómo las hojas caían lentamente de los árboles. Su septa se sentó a su lado, sosteniendo un libro antiguo con páginas amarillentas.

—Mi princesa, hoy leeremos sobre los antiguos dioses de Valyria —dijo la septa con una sonrisa.

Rhaelya, con ojos llenos de curiosidad, se acercó más.

—¿Crees que los dioses aún nos escuchan? —preguntó en voz baja.

La septa cerró el libro suavemente y miró a la niña a los ojos.

—Los dioses siempre escuchan, Rhaelya. Pero a veces, hablan en susurros que solo el corazón puede entender.

La joven princesa asintió, reflexionando sobre esas palabras. Aunque no siempre comprendía la profundidad de las enseñanzas de su septa, sentía una conexión profunda con ella, una figura maternal en un mundo donde su propia madre, la Reina Aemma, a menudo estaba ausente debido a sus deberes reales.

Mientras cruzaba un largo corredor con enormes ventanales, Rhaelya se detuvo un instante, observando la luz de la luna filtrarse a través del cristal. Este pasillo en particular siempre le había recordado a su tío Daemon.

A los nueve años, se encontró caminando por los oscuros pasillos de la Fortaleza Roja junto a su tío Daemon. El príncipe, conocido por su naturaleza impredecible y su espíritu rebelde, mostraba una faceta diferente cuando estaba con ella. Se detenían ante un ventanal que daba al mar, las olas rompiendo contra las rocas en la distancia.

Fuego y SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora