El Amor Siempre Es El Amor

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La brisa fría de la noche me envolvía, todavía aturdida por lo que había vivido en el club, cuando una voz conocida me sacó de mis pensamientos.

"—¡Andrés! ¿Cómo sabías que estaba aquí?"

Su presencia era como un rayo de luz en medio de la confusión. Su figura, alta y segura, se destacaba en la penumbra. Había una intensidad en sus ojos que no había visto antes, un reflejo de preocupación y algo más, algo que hacía latir mi corazón más rápido.

"—¿Estás bien?" me preguntó con voz baja, cargada de una mezcla de alivio y tensión.

"—Sí, pero... la última persona que esperaba ver aquí eras tú."

Una sombra cruzó su rostro, sus labios se curvaron en una sonrisa amarga. "—Este club de BDSM pertenece a mi familia. Ahora tengo que encargarme de él también."

El impacto de sus palabras me dejó sin habla. Andrés, siempre tan controlado, tan alejado de cualquier cosa que sugiriera peligro o descontrol, estaba conectado a este lugar de sombras y secretos. Pero antes de que pudiera procesarlo del todo, tomó mi mano, con una firmeza que me ancló en la realidad.

"—Natalia, debemos hablar," dijo con una calma que contrastaba con la turbulencia que yo sentía por dentro. "Ven conmigo."

El camino de regreso a casa transcurrió en un silencio denso, cargado de preguntas sin responder y emociones reprimidas. Sentía su mirada sobre mí de vez en cuando, pero yo no podía hacer más que mirar hacia adelante, luchando por mantener la compostura. Mis pensamientos eran un torbellino, y cada vez que intentaba formar una frase coherente, se desvanecía en el caos de mi mente.

Al llegar, Andrés me tomó en brazos sin previo aviso. "—¿Qué estás haciendo?" susurré, sorprendida por la suavidad con la que me levantó.

"—No tienes que preocuparte por nada esta noche," murmuró mientras me llevaba a la cama, su voz impregnada de una ternura que casi me hizo llorar. "—Quiero que descanses, Natalia."

Sus palabras, pronunciadas con una mezcla de dolor y cuidado, me rompieron. Antes de darme cuenta, las lágrimas empezaron a correr por mi rostro, sin control. Me sentía como una niña perdida, que acababa de encontrar su camino de regreso a casa, y todo lo que quería era refugiarme en sus brazos.

Andrés me miró, la preocupación tallada en sus rasgos. "—No sé qué estás haciendo o por qué, pero quiero que sepas que te amo, y solo quiero que me escuches. Luego, toma la decisión que creas correcta, pero por ahora, necesito que descanses."

Cada palabra resonaba en mí, atravesando las capas de confusión y miedo que se habían acumulado durante la noche. Asentí, incapaz de decir nada más mientras me perdía en la calidez de su mirada.

"—He preparado un baño para ti," continuó, su tono tan suave que casi parecía una caricia. "—El agua tibia te ayudará a relajarte. Ven, déjame ayudarte."

No pude evitarlo; las lágrimas volvieron con más fuerza. Sollozando como una niña pequeña, me aferré a él, buscando en su abrazo el consuelo que mi alma tanto anhelaba. Mis labios buscaron los suyos en un gesto desesperado, pero Andrés, con una paciencia infinita, detuvo el beso con delicadeza.

"—Nat," dijo, su voz entrecortada por la emoción, "lo que más deseo en este momento son tus labios, pero acabas de salir de un lugar que te ha dejado en un estado de vulnerabilidad. No quiero aprovecharme de eso. Vamos, déjame ayudarte a bañarte."

Sin esperar mi respuesta, me tomó nuevamente en brazos, llevándome al baño como si fuera lo más natural del mundo. El cuarto de baño estaba iluminado por una luz suave, casi como si él hubiera querido crear un ambiente que invitara a la paz y al sosiego. Me despojó de las prendas reveladoras con un cuidado reverente, sus manos apenas rozando mi piel, pero dejando en cada caricia un rastro de calor que me quemaba por dentro.

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