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Oficialmente llevo en Alemania un mes.

Esta mañana me he levantado pronto para darme una ducha reflexiva, con calma y agua extra caliente.

La primera conclusión a la que he llegado es que, sorprendentemente, la teoría de los veintiún días sí es cierta. Me he acostumbrado a la rutina con Marlis, al instituto nuevo, a las miradas de los tíos que sigo sin entender, a los cambios de temperatura cuando entras a un establecimiento, a coger el bus (aunque lo sigo odiando)...

El problema es que hoy ha empezado a nevar, así que me esperan otros veintiún días para acostumbrarme a que me caigan bolitas heladas del cielo. Por no hablar de que la temperatura ha vuelto a bajar, aún no he aprendido a gestionar eso.

Por lo demás, todo sigue igual. Excepto porque he empezado a no ignorar a cierto por los pasillos. Tampoco lo saludo, es un término medio. A veces una sonrisa pequeña, a veces un gesto con la cabeza. Tengo que reconocer que es un poco raro, pero es mejor que esquivarlo como si fuera un prófugo de la justicia.

El profesor de historia me llama tras acabar la clase para hablar conmigo. Así que por muchas ganas que tenga de volver a mi frigobanquito a almorzar, me toca quedarme y hacer buena cara frente a la persona a la que más trabajos he entregado en el último mes y probablemente en toda mi vida. En serio, no se ha cortado un pelo pidiéndome cosas. Debe de estar aburrido en su casa o está a favor de la explotación infantil.

–Martin, perdona que te moleste unos minutos, solo quería darte las gracias por haberte implicado tanto desde que llegaste.

–Tenía que ponerme al día de algún modo... –se apoya de brazos cruzados sobre su escritorio.

–Sé que he sido bastante exigente, pero no me has decepcionado y pensé que te merecías la enhorabuena.

Esa última palabra se queda en el aire, mareándome. Me empieza a apretar la garganta una sensación horrible. Intento que su felicitación me alegre un mínimo, pero no lo consigo ni con la sonrisa fingida que intento hacer.

Enhorabuena. Enhorabuena. Enhorabuena.

–Gracias, señor. Seguiré trabajando.

–No lo dudaba. –se despide con un gesto con la cabeza que me indica que es el momento de huir.

Todas las paredes del pasillo parecen haberse pegado desde la última vez que pasé por aquí. Las manos me tiemblan y empiezo a sentirme pesado con cada paso que doy. No me veo capaz de gestionar lo que sea que está pasando en el banco del patio sin derrumnarme, así que redirijo mi ruta habitual para buscar un poco de silencio y calefacción en el baño de la primera planta.

Respiro profundamente. Intento calmar mi pulso, sin embargo mi mente no tiene muchas ganas de ayudar y me lanza pensamientos como un cañón cargado de balas. Soy un ciego de mi propio subconsciente, no tengo ni idea de donde sale tanta información de repente.

Enhorabuena. Enhorabuena. Enhorabuena.

No me lo saco el de la cabeza. Debería de hacerme feliz estar encajando en este sitio, todo va bien, estoy aprendiendo a estar solo lejos de casa... Un letrero fluorescente aparece entre los disparos de ideas. Una alerta de que algo no ha ido como debería.

Porque me ha dado la enhorabuena un hombre al que acabo de conocer relativamente y el cual no sabe de mí. Una voz que no me recuerda a nada, una opinión que no me importa en absoluto.

No ha sido ninguna de mis amigas que me han visto en mis peores momentos, ni mi madre que supo ver lo mal que estaba y me animó a solucionarlo. No ha sido mi tutora, Raquel, quien sabe cuánto trabajo para mejorar día a día. Ni mi psicóloga, que no estaría muy orgullosa ahora mismo si escuchara todo lo que estoy pensando.

Sorpréndeme -Juantin-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora