8.

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Lo primero que pienso al subir al coche es lo mucho que huele a Juanjo. Una combinación muy concreta de perfume afrutado y cigarro que nunca había olido antes. Me abrocho el cinturón y por primera vez desde que el reloj marcó las seis, miro los ojos verdes que me observan pacientes.

–Hola. –dice con una sonrisa.

–Hola. ¿Dónde vamos?

–Es una sorpresa. Pero antes quería decir algo. –noto algo de nerviosismo en sus dedos inquietos sobre el volante.

–Vale. Te escucho. –me giro hacia él. Curioso.

–Quiero pedirte perdón. –la confusión se adueña de mis expresiones. Debe de notarlo, porque respira profundamente y se explica. –Fui un cabrón el día que nos conocimos. Al principio pensé que ni te acordarías, pero haciendo memoria... Yo también me habría odiado en tú lugar. –toma una pausa. –En aquella época estaba un poco gilipollas, en general, hasta con gente que me importaba. Sé que no es excusa, solo... Lo siento.

Sus palabras me sorprenden. Sobre todo porque no esperaba encontrar en ellas el arrepentimiento con el que me habla, pero es imposible negarlo cuando sus ojos han recorrido todos los lugares del coche durante sus disculpas. Evitándome a mí.

–Juanjo. –reclamo su mirada. –Estás perdonado. No pasa nada.

Su expresión se relaja notablemente, aunque no del todo. Como si no estuviera convencido de mis palabras. No dice nada más. Ninguno comenta tampoco el incidente de ayer en el baño del instituto, es mejor así.

Arranca el coche y se mete de nuevo en la carretera principal. Disfruto de las vistas, o lo intento mientras ignoro pensar que estoy haciendo aquí. La tensión se corta con un cuchillo. Juanjo debe de notarlo porque enciende la radio, dejando que sea Queen quién rompa el silencio.

Tras quince minutos de trayecto, llegamos al centro de la ciudad. Cientos de personas caminan entre las calles de Flensburg de tienda en tienda, no me pasa desapercibido que no queda ni una esquina sin decoraciones navideñas.

Mi sorpresa se intensifica cuando mi acompañante para en una pequeña plaza presidida por una especie de molino de viento, que en realidad es una barra por la que se mueven dos o tres camareros, rodeado de mercadillos repletos de comida y adornos.

–¡Tachán! –dice abriendo las manos frente a él.

–Juanjo, es seis de diciembre... –digo, reflexionando. Me refugio de el frío escondiendo la nariz bajo la bufanda que envuelve mi cuello.

–Te acostumbrarás, aquí es la mejor época del año. Los Christmas markets son famosísimos, tenía que empezar por algo seguro para convencerte.

Coge mi muñeca para arrastrarme hacia uno de los puestos, su agarre manda una corriente eléctrica a todo mi organismo. Ignoro eso último para centrarme en las luces que nos rodean, la oscuridad no tardará en envolvernos. La nieve lo cubre todo, lo cual me da un poco de rabia, me gustaría ver esta plaza sin la puñetera nieve que está en todos lados.

Si tuviera mi teléfono haría una fotografía muy seguramente y la enviaría al grupo de las chicas. Sin embargo lo he dejado en casa. Tendré que conformarme con el recuerdo.

La tensión se esfuma sin más cuando Juanjo empieza a explicarme cosas en cada puestecito con esa facilidad para sacar conversación que a veces tanto envidio. Se ríe de mi desconcierto al ver tantos adornos para el árbol en forma de pepino, sí, pepino. Al parecer hay una leyenda o algo parecido que dice que dan suerte y tradición comprarlos o incluso regalarlo a seres queridos.

Ahora entiendo que haya tantos, pero tantos, en serio hay cientos de pepinos de plástico brillante entre todos los estantes de la plaza. Me atrevería a decir que ni el pobre Papá Noel tiene tanta fama como ellos.

Sorpréndeme -Juantin-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora