XI

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Durante todo ese trimestre y en el último trimestre del año escolar, Lily se esforzó por ocupar su mente con el trabajo académico y permaneció aislada. En las clases, se sentaba sola, su figura solitaria destacando en un mar de estudiantes animados. 

Pero los profesores notaron su comportamiento invasivo.

La profesora McGonagall no fue la excepción y fue la única quién se acercó a la pelirroja.

El aula se había vaciado con rapidez, los estudiantes ansiosos de salir de sus clases. El eco de sus pasos apresurados y risas despreocupadas se fue apagando gradualmente en el pasillo, dejando tras de sí un silencio casi tangible. 

—Señorita Evans, ¿puedo hablar con usted un momento? —preguntó la profesora McGonagall. Su voz, normalmente firme y autoritaria, tenía ahora un matiz de suavidad, como si temiera que un tono más fuerte pudiera quebrar a la frágil estudiante frente a ella. Sus ojos, enmarcados por gafas cuadradas que reflejaban la luz del atardecer que se colaba por las ventanas, escudriñaban el rostro de Lily con una mezcla de curiosidad y compasión maternal. 

Lily se acercó al escritorio de McGonagall con pasos lentos y medidos, como si cada movimiento requiriera un esfuerzo monumental. Sus ojos, de un verde que alguna vez había sido brillante y vivaz, ahora estaban fijos en el suelo de piedra gastada, evitando el contacto visual como si temiera que sus secretos pudieran ser leídos en sus pupilas. 

—Sí, profesora —respondió en voz baja, apenas un susurro que parecía perderse en la inmensidad del aula vacía.

McGonagall la observó por un momento, sus ojos agudos notando cada detalle del comportamiento de la joven. La rigidez en sus hombros, tensados. La palidez de su rostro, que contrastaba dramáticamente con el rojo de su cabello, haciendo que sus pecas resaltaran como pequeñas constelaciones en su piel. Y esos ojos, esos ojos verdes que alguna vez habían brillado con curiosidad y alegría, ahora parecían apagados, como si una niebla invisible hubiera descendido sobre ellos.

—Señorita Evans —comenzó McGonagall, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, su rendimiento académico sigue siendo excepcional. De hecho, me atrevería a decir que es una de las mejores de su curso.

Hizo una pausa, esperando ver alguna reacción en Lily, un atisbo de orgullo o satisfacción, pero la joven permaneció impasible, su mirada fija en el suelo como si las grietas y marcas en la piedra fueran lo más fascinante del mundo.

—Sin embargo —continuó McGonagall, su voz adoptando un tono más suave, casi maternal—, me preocupa su... bienestar emocional. Está más retraída, apenas interactúa con sus compañeros, y aunque su participación en clase es impecable, carece del entusiasmo que solía caracterizarla. ¿Hay algo que le esté molestando? ¿Algo en lo que pueda ayudarla?

Lily levantó la mirada lentamente, sus ojos se encontraron con los de su profesora, y por un momento, el mundo pareció detenerse. En esos ojos verdes, McGonagall pudo ver un torbellino de emociones: miedo, soledad, anhelo, y un dolor tan profundo que hizo que su corazón se encogiera.

Por un momento, un breve instante, Lily consideró contarle todo. Las palabras se formaron en su mente, luchando por salir: sobre el Giratiempo, sobre su verdadera identidad, pero esas palabras se atoraron en su garganta como si una mano invisible las sujetara, negándose a ser liberadas.

—Yo... —comenzó Lily, su voz temblando ligeramente—. No, profesora. Estoy bien. —La mentira sabía amarga en su boca, pero se obligó a continuar—. Solo... estoy pasando por algunos cambios. Ya sabe, cosas de adolescentes. —Intentó sonreír, pero el gesto no llegó a sus ojos—. Nada de qué preocuparse, de verdad.

Lily's grandmother | J. Potter Donde viven las historias. Descúbrelo ahora