IV

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Fátima y su hija estaban frente a la recepción del cuartel, enfrentando dificultades para acceder a las celdas. Se les negaba el paso.

—Señora, ya le he explicado. Los reclusos solo pueden recibir una visita a la semana. Son las normas— dijo el soldado, visiblemente molesto por la insistencia de la mujer.

—Por favor, entiéndame. Necesito ver a mi hija urgentemente, es solo una niña— suplicó Fátima, mientras Layla, su hija, la sostenía, evidenciando lo frágil que estaba.

—Señor, déjenos entrar solo un momento, es una emergencia— intervino finalmente Layla, su voz reflejando desesperación.

En ese momento, Álvaro entró en el edificio, dirigiéndose hacia las escaleras. Se detuvo al escuchar las voces que del alboroto que provenían en la recepción. Dio media vuelta y se acercó al lugar de las voces.

—Lo siento, pero esas son las reglas— concluyó el soldado mientras bajaba la mirada hacia sus documentos, ignorando a las mujeres por completo.

—Necesito verla..— murmuró Fátima, al borde de las lágrimas. Layla acariciaba la espalda de su madre, tratando de consolarla mientras se preparaban para marcharse.

—¿Qué está pasando aquí?— preguntó Álvaro, acercándose al grupo.

—Señor teniente,— se puso de pie el soldado —estas señoras quieren visitar a un recluso, pero ya lo hicieron ayer. Y les explicaba que solo se permite una visita por semana—

Álvaro observó a las dos mujeres, cuyos ojos reflejaban un profundo dolor. Al verlas tan abatidas, sintió compasión y les dedicó una pequeña sonrisa.

—Déjalas pasar. Yo las acompañaré,— dijo, ante lo cual el rostro de Fátima se iluminó y agradeció a Alá por la oportunidad.

—Pero, señor teniente-—

—Sin peros. He dado una orden y quiero que se cumpla— respondió firmemente.

El soldado, sin más objeciones, permitió el paso a las dos mujeres. Fátima se acercó al joven teniente y le sonrió agradecida.

—Muchas gracias. Tiene usted un gran corazón— Álvaro solo sonrió y las guio hacia las celdas.

El frío y la penumbra del edificio los envolvieron al entrar. Él las guió hasta la celda de Aisha ¿Así que esta es su madre, la enfermera Fátima? se preguntó a si mismo, antes de dejarlas pasar y quedarse quieto detrás de ellas. Luego se quedó en silencio, observando el estado de la joven y su familia.

—Hermanita, ¿Estás bien?— preguntó Layla, colocando su mano sobre la de Aisha.

—Estoy bien, hermana— respondió Aisha con una sonrisa calmada.

—Cariño— dijo finalmente la madre —Te sacaremos de aquí,  no te preocupes, ¿de acuerdo?— Le sonrió con ternura —He hablado con tu padre, y él escribirá a los bashas importantes para que te liberen—

—No tengo miedo mamá— respondió Aisha, mirando primero a su madre y luego a su hermana —¿Por qué están tan preocupadas? Sean fuertes— añadió con una mirada serena.

—Aisha, basta— intervino Layla, harta —No necesitamos más mártires. Estás aquí por algo que no hiciste. Pide misericordia y clemencia—

—¿Misericordia y clemencia?...— Aisha frunció el ceño, y sus ojos se llenaron de ira —Eso es lo que ellos quieren— Alzó la vista hacia Álvaro, quien las observaba sin emoción. Cuando sus miradas se cruzaron, él esbozó una leve mueca y apartó la mirada.

—¡Mamá! ¡Sigue comportándose como una necia!— gritó Layla, volviendo su furia hacia Fátima.

—Escucha, morir por algo que no hiciste no te convertirá en una heroína— continuó, secándose las lágrimas —Esto no es un juego—

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