VIII

145 5 0
                                    

—¡Maldita sea!— con paso firme, el general irrumpió en su despacho, arrojando su gorra con furia sobre el escritorio. Colocó la chapa de identificación de su hijo sobre la mesa con determinación. Tras él, el coronel Alonso cerró la puerta con cautela y se acercó.

—Nadie puede enterarse, Alonso— dijo el general mientras se quitaba los guantes —Nadie debe saber que Álvaro ha sido secuestrado— añadió, depositando su chaqueta junto a la silla.

—Será como ordene, general— asintió el coronel, manteniendo la compostura.

El general, con el rostro endurecido, murmuró para sí: —Al-Mansur... desearás no haber nacido jamás,— y con un golpe seco sobre el escritorio, gritó —¡Te destruiré!—

—Ahora debe calmarse, general— dijo Alonso, bajando la mirada —Debemos retomar el control de inmediato— agregó, alzando los ojos hacia su superior —¿Qué tiene planeado hacer, señor?—

El general, aún tenso, se dejó caer en su silla y, tras una pausa, lanzó la pregunta: —Si estuviera en mi lugar, ¿Qué haría, coronel?—

El coronel reflexionó un instante antes de responder: —Liberar a la prisionera sería ceder ante Al-Mansur Basha, general. No le otorgaría tal ventaja— expresó con firmeza —Esa es mi opinión, general—

—Eso sería bajo circunstancias normales, Alonso— respondió el general, acariciándose la barbilla, con la mirada perdida en un punto de la habitación —Sin embargo, esta vez es diferente—

—¿Diferente?— inquirió el coronel, observando cómo el general sacaba una carta de su cajón, lo doblaba cuidadosamente y se lo entregaba.

—Déjala en libertad— ordenó el general, con un tono severo.

—¿Está seguro, general?— preguntó Alonso, abriendo la hoja con cierta sorpresa.

—El primer ministro la ha perdonado— dijo el general, sin apartar la vista del vacío.

—Pero, general... el primer ministro...— el coronel titubeó, incrédulo.

—Sí, el primer ministro, de su propio puño y letra. Pero oculté la orden— admitió el general, bajando la mirada.

—¿Puedo saber por qué lo hizo, general?— preguntó el coronel, dejando la carta sobre la mesa.

—Esperaba que los verdaderos criminales aparecieran. Y al final, ya lo ves— dijo el general, clavando sus ojos en Alonso —Lo han hecho—

—¿Y si no lo hubieran hecho, general?—

—La habría ejecutado, Alonso ¿Qué creías?— respondió el general, poniéndose de pie —Ahora, ve a liberarla. Tengo una misión importante para ti después— concluyó, girándose para marcharse.

Mientras tanto, en la celda, Aisha caminaba en círculos, confundida pero agradecida. Su mente no podía comprender por qué no habían ejecutado la sentencia. Se detuvo al escuchar las llaves girar en la cerradura. Corrió hacia las rejas, pero su rostro cambió al ver entrar al coronel, el hombre a quien más detestaba durante su cautiverio.

—Abran la puerta— ordenó el coronel a los guardias. Uno de ellos obedeció, y el coronel se acercó.

—¿Qué quiere de mí, coronel?— preguntó Aisha, sin emoción.

—Estás libre. El primer ministro te ha perdonado— dijo el coronel, ajustándose la chaqueta.

Aisha sonrió al escuchar que quedaba en libertad, pero su sonrisa desapareció al oír que el perdón venía del primer ministro. Recordaba con claridad que le habían informado que no recibiría el perdón y que sería ejecutada.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Oct 15 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Amor en la NaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora