VI

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Dos días habían pasado desde aquel trágico suceso. Afuera, el sol brillaba intensamente, como si ignorara la gravedad de los acontecimientos. Las calles de Ilbira estaban llenas de vida: en los mercados, la gente compraba, en las mezquitas rezaban, en la sinagoga se entonaban oraciones y en las iglesias se donaban alimentos a los más necesitados.

En otro lado de la ciudad, en la Plaza Mayor, el sonido de martillazos resonaba con fuerza. Los soldados, serios y concentrados, construían el patíbulo, una estructura donde se llevarían a cabo las ejecuciones públicas. Uno de ellos, tras colocar una gran caja de madera en el suelo, se subió sobre ella y extrajo un papel de su bolsillo, preparándose para dirigirse a la ciudad de Ilbira.

En el interior de su celda, Aisha dormía profundamente, pero los constantes golpes la despertaron. El frío banco donde había pasado la noche no ofrecía comodidad alguna. Al abrir los ojos, vio a un soldado que se acercaba y dejaba un plato de arroz con leche y un vaso de agua junto a la puerta de la celda.

Se levantó lentamente, tomó el plato y volvió a su lugar habitual en el banco. Sin embargo, antes de empezar a comer, su atención fue capturada por una voz que resonaba desde las calles. Alzó la mirada hacia la pequeña ventana de la celda, escuchando con atención el anuncio que se daba en la plaza.

—En respuesta al cobarde ataque contra el pueblo español y nuestro sagrado ejército, la responsable de este crimen, Aisha, hija de Mohammed y Fátima...— la voz retumbaba en las paredes de la celda. Aisha dejó su comida a un lado, su mirada fija en el exterior que mostraba la pequeña ventana —...como consecuencia de su despiadado acto, será castigada con la pena máxima: ejecución pública en la Plaza Mayor. Dicha ejecución se llevará a cabo mañana a las nueve en punto. Comunicado oficial del gobierno español—

La multitud en la plaza crecía rápidamente. Se escuchaban murmullos y susurros llenos de pena y resignación. —Lamentable, pero merecido— comentó un anciano a su compañero. La Plaza Mayor, lugar emblemático de la ciudad, estaba repleta de ciudadanos españoles, y pocos de los árabes,  la mayoría de los cuales compartían entre sí la noticia que marcaría el día siguiente.

Aisha perdió el apetito al escuchar la noticia. Bajó la mirada hacia sus pies, sintiendo cómo sus mejillas se calentaban y las lágrimas se acumulaban en sus ojos. Ya no había vuelta atrás; sabía que su final estaba cerca. Mañana se despediría de la vida, y la angustia que sentía era tan abrumadora que no terminaba de creerlo. Cerró los ojos y respiró profundamente. Si su fin era inminente, al menos debía hacer algo útil antes de morir.

Comenzó a recitar el Corán y a ofrecer duaas. Durante largo rato hizo dhikr con sus dedos, rezando una y otra vez, repitiendo las plegarias sin descanso. Al terminar, se recostó en la banca y se cubrió con la manta que siempre llevaba consigo. Exhaló lentamente, y lo primero que vino a su mente fue una nana que su madre le cantaba a ella y a su hermana cuando eran pequeñas. Eso la hizo sonreír levemente y, sin darse cuenta, comenzó a cantarla en voz alta.

En otro extremo de la celda, Álvaro se disponía a entrar, pero se detuvo al escuchar el canto de Aisha. Permaneció inmóvil durante un buen rato, absorto, hasta que ella lo vio y dejó de cantar rápidamente. Al terminar, él abrió las puertas de la celda y entró, sentándose en la otra banca.

Aisha guardó silencio de inmediato al verlo entrar, bajando la cabeza mientras lo observaba de reojo.

—Me hiciste recordar mi infancia— habló finalmente Álvaro, rompiendo el incómodo silencio que flotaba en el aire —Mi madre solía cantarme esa misma nana ¿Cómo la conoces tú?— preguntó, girando la cabeza para mirarla.

Aisha alzó la cabeza y lo observó de reojo —Mi madre y mi abuela nos la cantaban— respondió con serenidad —No puedo imaginar cómo deben estar ahora...— suspiró profundamente —Mi madre nunca fue feliz desde que llegamos aquí. Y ahora, su hija...— tomó aire y lo exhaló con pesadez.

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