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A las afueras de la ciudad, se alzaba una casa abandonada entre un paisaje desolado. Las otras viviendas a su alrededor estaban igual de deterioradas, colapsadas bajo el peso de la miseria. Aquella zona, hogar de los más pobres, era un terreno dominado por basura, desechos, y el peligro acechante de organizaciones criminales que se movían en las sombras. La decadencia era palpable. Las ventanas de la casa, selladas y manchadas por una suciedad de años, no dejaban ver el interior. La puerta, marcada por el paso del fuego, colgaba como una advertencia para aquellos lo suficientemente atrevidos como para acercarse.
Al cruzar la entrada, la oscuridad gobernaba todas las habitaciones, tragando el espacio en silencio. Apenas unos tímidos rayos de sol se colaban por las grietas de las ventanas, iluminando las partículas de polvo suspendidas en el aire. Pero la verdadera historia de terror no estaba en la superficie. Hacia el fondo de la casa, unas escaleras maltratadas por el tiempo descendían hacia el sótano. El crujir de los peldaños resonaba con cada paso, como si el lugar se resistiera a ser explorado. Al final de aquellas escaleras, una puerta de metal oxidada bloqueaba el acceso. Era pesada, de un material resistente, quizás instalada para mantener algo o alguien adentro.
Tras esa puerta, lo que ocurría era un espectáculo de horror que no podía ser escuchado más allá de las gruesas paredes. El aire estaba impregnado con el fuerte olor a óxido, mezclado con algo más denso, casi metálico. Los gritos de un hombre retumbaban dentro de aquel espacio cerrado, ahogados por la estructura, incapaces de escapar. Eran gritos desesperados, desgarradores, el tipo de sonido que eriza la piel, cargado de un sufrimiento tan profundo que sería difícil de olvidar.
El hombre atado a la silla, descalzo, con el cuerpo magullado y ensangrentado, era el detective Ekubo. Su torso desnudo mostraba cortes profundos, y las cadenas que lo sujetaban a la silla se clavaban en su carne, provocando heridas que no dejaban de sangrar. El sudor caía por su rostro mientras intentaba en vano liberarse de sus ataduras, sus piernas temblando por la debilidad, sus ojos desorbitados por el miedo. Frente a él, el hombre que lo torturaba, su verdugo, permanecía en calma, cubierto por un pasamontañas oscuro que sólo dejaba al descubierto un par de ojos de un azul gélido.
El verdugo, con una precisión casi quirúrgica, manejaba las herramientas sobre la mesa de metal a su lado. Serruchos, alicates, cuchillos, todas ellas cubiertas por una capa de óxido y manchas que hablaban de su uso reiterado. Había placer en la forma en que el asesino manejaba los instrumentos, como si su trabajo le trajera algún tipo de oscura satisfacción.
—No es personal, ¿sabes? —murmuró el hombre tras el pasamontañas, en una voz apagada por el retumbar de la sierra que sostenía en su mano. Ekubo no podía responder; estaba agotado, con su boca llena de sangre seca y su visión oscureciéndose.
En ese momento, un zumbido interrumpió la tensión en el aire. El celular del asesino vibraba en el bolsillo de su pantalón. Lentamente, como si no quisiera perder ni un segundo del disfrute, el hombre dejó la sierra sobre la mesa, sus dedos aún resbaladizos por la sangre, y se quitó los guantes empapados. Los dejó caer pesadamente sobre la superficie metálica antes de sacar su teléfono y observar la pantalla. Una pequeña sonrisa se formó bajo la máscara.
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EN LA MIRA│ShouRitsu
FanficInmiscuirse en los pasillos más oscuros de su hogar no era buen ingenio. Sentía presencias más allá de lo intangible, un ojo gatuno que lo observaba a toda hora y en cada lugar, incluso entre sus sábanas y a la hora de rezar. No estaba preparado par...