MUERTE EN LAS AGUAS CRISTALINAS

65 3 0
                                    

El domingo antes de Carnaval, Damián, Angélica y Raymond se levantaron temprano para ir de viaje al pueblo de Choroní, en la zona más septentrional del estado Aragua. Fue planificado con una semana de antelación por Raymond, a quien lo acompañaría su novia, Tatiana Pulido, compañera un poco más distanciada —pero al fin compañera— de la escuela de Biología. La concepción del viaje asentó sus bases en la religión del camping: carpas de tela plástica, adquiridas previamente por compra individual, que usarían para dormir en la orilla de la playa en lugar de pagar por habitaciones de hoteles o posadas (mataderos) de mala entraña.

La idea de las dos parejas, cada una en una carpa rodeada por la soledad de la costa tanto diurna como nocturna, diversificó más la naturaleza del periplo, convirtiéndolo en un camping playero-erótico; asimismo, el número dos (que pudo haber sido mayor) ayudaría a que la correlación entre los sexos no fuera desproporcional. No se buscaban tríos, orgías, gangbang u otras fantasías.

El punto de encuentro primario fue la estación del Metro de La Bandera, el domingo, 22 de febrero de 2004, a las seis en punto de la mañana. Una vez que todos los viajeros estuvieron allí, algunos con mayor puntualidad que otros, caminaron una distancia aproximada de doscientos metros en dirección al terminal de autobuses del occidente de Venezuela, que tenía el mismo nombre de la estación del Metro, y allí tomaron un bus hasta la ciudad de Maracay.

El trayecto resultó, en parte, incómodo pues el que tomaron estaba a punto de salir para no gastar demasiado tiempo en esperas y tuvieron que lidiar con la principal consecuencia de dicha maniobra: un viaje de pie por falta de asientos. El grupo duró en esa misma posición durante una hora y cuarenta minutos, mirando a través de las ventanillas las vías atestadas de temporadistas que aprovechaban las fechas para huir del bullicio de Caracas.

Una vez que el vehículo arribó a Maracay, el grupo tomó otro autobús directo a Choroní para el que sí hicieron la espera que les garantizó los asientos. El calor se manifestó y todos empezaron a sudar cual si fuesen cubos de hielo en proceso de derretimiento dentro de una nevera averiada.

El trayecto desde Maracay hacia Choroní duró, cuando mucho, dos horas y cuando bajaron las escalinatas del vehículo, a las diez y cuarto de la mañana, sus pieles sintieron el brillo solar, la híper-ardiente luz del astro rey que sólo en esas zonas de la costa venezolana podía adquirir un carácter profundamente abrasador.

Para llegar al pueblo, caminaron unas cuantas decenas de metros desde el terminal de autobuses y a través de una carretera. Se dieron cuenta de que el lugar estaba gobernado por un ambiente festivo: música, gente bailando al ritmo de los tambores en el centro de la plaza y colorido, máscaras de cartón pegadas en las paredes de las tiendas y variados disfraces.

Los viajeros ingresaron en un abasto a comprar alimentos, latas de atún y sardinas, diversidad de snacks —saldos y dulces—, jugos y refrescos, pan, queso y embutidos —salchichas y jamón—, y seguidamente ingresaron a una de las decenas de licorerías que había cerca, a comprar una bolsa de hielo y dos botellas de ron. Así, tan cargados como iban, caminaron hasta Playa Grande y allí encontraron un lugar apartado de los demás temporadistas cerca de la pata del cerro (recordatorio —de Raymond— del Pan de Azúcar en Sao Paulo, Brasil) para colocar sus carpas.

Damián no era muy diestro con las carpas, y Raymond, que sí lo era, lo ayudó a armar la suya mientras él iba a buscar ramas secas para hacer una fogata en la que pudieran asar unas salchichas a la hora del almuerzo. Tatiana llevó en su mochila de camping una práctica hielera que constaba de una armazón flexible (para ser doblada y llevada como una prenda más), forrada de lona por fuera y por dentro envuelta con un material térmico e impermeable; allí las muchachas acomodaron no sólo el hielo, sino también los alimentos perecederos y las bebidas, excepto las botellas de ron, que dejaron sobre la arena. Almorzaron unas salchichas con pan y jugo de naranja, a la vez que contaron historias sobre sus viajes vacacionales de la infancia, hacia la provincia y hacia el exterior del país. Raymond narró sus vicisitudes bajo el insoportable calor de Puerto la Cruz, donde vivía su tía: «Allí abundan los cuentos de fantasmas y las playas son una mierda; son mejores las playas del estado Sucre.» Su primera vez en un casino transcurrió allí, recién-cumplidos los dieciocho años, y casi perdió sus ahorros de toda la vida apostando en las máquinas tragaperras. Tatiana expuso sus experiencias en Maracaibo, su desmedido aumento de peso a causa de la gran carga calórica de las comidas maracuchas y su lucha constante por mantenerse alejada del calor: «...De un aire acondicionado a otro y así.» Angélica relató que de pequeña solía visitar a sus familiares en la ciudad de Mérida y desmintió la creencia popular de que esa ciudad era un paraíso polar: «Tiene la misma temperatura que Caracas, el único lugar de ese estado donde hace frío es el páramo. Más frío hace en Trujillo, y sin embargo.» La única experiencia de viaje hacia el exterior estuvo retratada en el relato de Damián, para quien Venezuela era una tierra desconocida, maravillosa desde las pocas imágenes fotográficas que había visto, a diferencia de España, de la que sí conocía más o menos. Contó que sus padres viajaban a Los Andes a buscar mercancías para vender, sobre todo a Trujillo, y contó, además, algunas anécdotas sobre sus viajes a Sevilla, las visitas a sus abuelos maternos (los paternos estaban muertos) —que hacían alarde de un intrincado nacionalismo al que le invitaban a formar parte—, y a sus tíos paternos y maternos, una gran familia a la que no se sentía perteneciente, el único con un acento y a la vez sin él, el único que despreciaba el gazpacho andaluz, el único blanco de piel tostada.

LA CURADonde viven las historias. Descúbrelo ahora