QUÍMICA Y BIOLOGÍA

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Salía una orden de tequeños para la mesa cuatro y, con una media sonrisa, Angélica se los entregó a Damián en un enorme plato de lustrosa cerámica color marfil; iba para esas bulliciosas mujeres que celebraban los inicios de una despedida de soltera. La futura esposa estaba tan ebria que al ver al atractivo Damián, llegando con el enorme plato (sobre la bandeja de metal), lo agarró por la cintura y lo zarandeó con fuerza, al ritmo de la estridente Changa, e hizo que éste se tropezara con la pata de la silla y cayera al suelo. La onda sonora que produjo el quiebre de la cerámica llamó la atención de todos los que estaban en el bar y, por mala suerte, también llamó la atención del gerente, Fernando, jefe estricto, casi como Júlio Amorim (el de la panadería), pero con la diferencia de que éste sí pagaba los platos rotos por no ser el dueño de la yunta, sino otro buey más. Angélica, desde donde estaba, se mostraba atenta y, antes de que el jefe amonestara al inocente Damián, ella lo interceptó en su enérgica caminata, colocándose a sí misma como un obstáculo —imposible de vencer por vías corporales— y le advirtió que la culpa había sido de la mujer ebria y no del joven empleado. Fernando, una vez informado, caminó más tranquilo hacia el lugar de los hechos y se encontró con un Damián que, entre espiraciones y una impecablemente actuada tranquilidad, recogía los desechos. «No creo necesario recalcarte que debe quedar impecable, Guerra», habló el jefe mientras dirigía su mirada al grupo de locas. Pero si ya lo recalcó, pensó Damián. Y Fernando continuó: «Señoritas, deben controlar su comportamiento, o si no tendré que pedirles que desalojen el bar.» Ellas no prestaron atención, alucinaban, vacilaban sobre etílicas lagunas, y mientras Fernando hablaba, una de ellas expulsó un grito estridente, tan fuerte que el público en las mesas contiguas inició comentarios desagradables, negaciones con la cabeza... En su puesto de trabajo, Angélica se moría de la risa y se había unido a ella otro contingente de liosos empleados. «¡Sácanos, pues! ¡A ver si puedes!», dijo una de las tiznadas mujeres, a la que, se suponía, se le había conferido el título de madrina de la novia (información prácticamente pública gracias al griterío). «Señorita, por favor...» «¡Cállate, viejo maricón! ¡Estamos pagándote, así que déjanos en paz!» Fue para Fernando la gota que colmó el vaso el hecho de que la mujer le recordara —usando esa alocución peyorativa—, su condición sexual, que ella pudo advertir perfectamente en su exterior. Y sin que nadie lo pronosticara, las féminas se descontrolaron más y armaron una altanera revolución: lanzaron los vasos al piso, voltearon la mesa y agarraron a Damián por un brazo, para romperle la camisa y seguirlo zarandeando como si él fuera a deleitarse o a bailar igual de descontrolado. Obligaron a Fernando a echar un gesto de llamado a los hombres de la seguridad, quienes las agarraron por los brazos y las sacaron hacia la calle. Tal show salía de la rutina de The Place, y los empleados, fascinados, reparando en cada sucio detalle que se podía ver desde la barra, no hacían más que reír.

El establecimiento se tranquilizó. «Ve a la cocina, Guerra —dijo Fernando—. Anda a que te presten una camisa, y vete temprano para tu casa, sólo por hoy.» «Pero jefe, no hay problema. Me puedo quedar hasta que se termine mi turno.» «No puedes atender a la gente semidesnudo y menos con una franela estilo recluso, que son las únicas que tiene el cocinero como repuesto para cuando ocurren este tipo de accidentes.» «Ah...» «Son franelas nada bonitas, Guerra. Mejor será que te vayas.» «El problema, jefe, es que no tengo carro. Siempre espero el transporte. Tendría que quedarme hasta que el local cierre.» «Ah, no había pensado en eso... ¿Y por qué no pagas un taxi?» «No tengo dinero.» «Uy. Está bien, te daré el dinero necesario para un taxi, así también te retribuyo por no haberles salido con una patada a esas malditas perras. Mantuviste la compostura y eso estuvo bien. El cliente siempre tiene la razón, desgraciadamente, aunque a veces uno termine quitándosela a patadas cuando se ponen jodedores. ¡Perras!... Vamos a la cocina.» Damián se levantó lentamente, con los restos del plato y los tequeños deformes acopiados sobre la bandeja de metal, y siguió a su jefe, un molde evidente de homosexualidad, quien se sintió inmediatamente deslumbrado por su torso desnudo, no muy robusto, aunque definido, atlético (construido a base de deportes y ejercicios de casa). Fernando se sintió frustrado al no poder aprovecharse del momento e insinuársele; no quería perder de tal forma su autoridad y, legalmente, aún no había salido del closet; apostaba más a que la gente se diera cuenta de su homosexualidad con sólo ver su comportamiento.

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