ELISA

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El velorio de Evaristo fue el hecho más triste que pudo haber presenciado Angélica en sus casi veintidós años de vida. Sólo su alma estuvo allí, pues su cuerpo en silla de ruedas no respondió, incapacitado, cuando quiso abalanzarse sobre el féretro destapado y visualizar debidamente el rostro de quien fuera, en vida, un recipiente de su cariño: su asesino. Su madre también estuvo allí, acompañándola junto con otros amigos que no se atrevieron a hablar por considerar la muerte del susodicho como un evento injusto. Culpaban a los designios de Dios, el dios de los cristianos: «Lo obligó a tirar del gatillo o simplemente no evitó que lo hiciera.» Curiosamente Dios, el único cuya presencia residía en la imagen del crucifijo guindado en la pared tras el féretro, era el culpable y no su antagonista, Satanás, cuya presencia moraba en lo oculto.

Evaristo fue un chico traumado. Su padre nunca lo quiso y lo maltrató físicamente sin aparentes motivos, y al mismo tiempo él era el proxeneta de su madre, ligada a la prostitución desde los catorce años. Ambos eran drogadictos y alcohólicos y su relación se mantenía sobre las podridas bases del masoquismo. La abuela de Evaristo (la mamá de su mamá), temiendo a un daño irreversible, o quizás a la muerte del niño por la desidia de sus padres, lo llevó a vivir consigo. La anciana murió de cáncer cuando él tenía die­cis­éis años.

A Angélica, Evaristo le recordaba al mismo Damián por todas las tragedias, por la soledad de su vida, aunque reconocía que dichas tragedias en Evaristo produjeron efectos mucho más destructivos, como si fuesen dos variaciones a base de un mismo veneno, una más potente que la otra. Evaristo nunca -también reconoció ella- pareció un hombre de bien.

La noche transcurrió en los calores del mes, aunque la tristeza contenía un frío punzante, que la quemaba, y así mismo, sin morir, sin extinguirse esa llama de frío, transcurrieron dos meses, el exacto tiempo que debía depender de la férula que inmovilizaba su brazo, no así del tornillo en su clavícula. Volvió a clases después de abril, al décimo trimestre de Química.

El 25 de Octubre de 2004, tras la iniciativa de algunos estudiantes de la escuela de Bilogía de la Universidad Simón Bolívar, se hizo una campaña de promoción para una red de laboratorios clínicos que recién habría una sucursal en Venezuela. Esta jornada de promoción comprendería publicidad convencional a través de vallas y pendones dentro de la misma universidad, y a través de una jornada de realización gratuita de exámenes en los que se especializaba la empresa. Angélica participó activamente en la campaña y también aprovechó para hacerse varios test.

Días después verificó sus resultados y todos marcaban valores normales, excepto uno. Solicitó en la recepción del laboratorio hablar con el bioanalista que los había realizado para preguntarle sobre los porcentajes del Test ELISA, que los creía errados. El señor sólo le respondió crudamente: «Señorita, usted es seropositiva. Tiene VIH.» Su rostro se estampó en la muerte. Sufrió un colapso nervioso, y su desequilibrado cuerpo calló, desmallado, en las manos del médico.

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Había muchos libros sobre la cama, gruesos, con imágenes de organismos diversos, multiformes y multicolores, y cada uno de esos libros contenía información valiosa sobre la naturaleza de los virus y las bacterias que Damián estudiaba en profundidad para entregar un reporte de investigación, el de finales de año. Por su lado, Lucía también leía, pero un solo libro, de portada poco colorida y que no trataba contenidos científicos, sino que se paseaba con un lenguaje poético, místico, a través de los hechos de la Revolución Haitiana (entre 1791 y 1804), el primer movimiento independentista de Latinoamérica. El reino de este mundo. A ambos les gustaba mirarse mutuamente, de vez en cuando, mientras leían. A cada tanto, ya como un acto reflejo, Damián subía la mirada y la veía concentrada, y ella le respondía la mirada, sólo viéndolo como él lo hacía. Nacían sonrisas y se devolvían a sus páginas. Para estudiar, apostaban por la privacidad del cuarto de Damián, con una cama amplia y cómoda. Trancaban la puerta, pero no para tener encuentros eróticos bajo la excusa del estudio; a Lucía le disgustaba hacerlo en casas de familiares o amigos, s­en­tía que en cualquier momento podrían descubrirla y llamarle la atención. Damián estaba dispuesto a hacerlo donde fuese, y su tía no tenía problemas siempre y cuando una manifestación futura y traumática, como un embarazo no deseado o una enfermedad venérea, le hiciera notarlo.

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