MUCHO MÁS QUE QUÍMICA Y BIOLOGÍA

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Lucía tenía el horizonte almidonado, blanco como las nubes del cielo y brilloso como el efecto mágico del sol sobre el lomo de un delfín, cuerpo como una guitarra sin cuerdas, sutiles contrastes y parábolas, y el ritmo de su cintura delineaba su alto cuerpo de arriba abajo, a través del espinazo, su conclusión física entre las nalgas e imaginaria bajo los talones. Se fundían los ojos de Damián en el agua que surcaba esas líneas cual río sobre su cauce natural, sintiendo la efervescencia del placer, recostado a cuerpo desnudo sobre los azulejos del suelo, y Lucía y su media vuelta permitían su acceso a la magna feminidad: desde su mentón exis­tía un sendero demarcado por lisuras que se fragmentaban al encontrarse con su cuello, y bajaba y bajaba, sentía la necesidad de volverse a dividir, moldeando así dos importantes monumentos de franqueza; hasta allí la pícara línea había intentado desmesuradamente salir del cuerpo y amarrar al tumbado Damián, para levantarlo y llevarlo hasta el lugar donde la naturaleza estaba plena de regocijo. La línea continuó su viaje hasta las profundidades incorpóreas de un pequeño ombligo, oscuro llamado al misterio del alma, más allá de lo que eran capaces de conocer, destrucción de lo físico, conversión de átomos en fe y flujos de energía sin nombre: la mitad de la vida estaba allí, esperando por la otra mitad, paciente. Volvía aquella línea fortalecida acortando la poética a un pulular de sonidos adversos a la verdad, la de los hombre mudos, y continuaba su viaje a través de las planicies del vientre.

Cercano al centro del placer de Lucía, Damián encontró el momento perfecto para salir de su estado de reposo; el suelo dejó de ser un frío aliado, e iba directo a ella bajo la hipnosis del perfume jabonoso, manos frías sintiendo la tibieza del agua, corriente que ha nacido en la cumbre de su complexión y era aún más caliente a la altura de su cadera.

El recuerdo colosal de ese primer baño de sensualidad que hicieron juntos la noche en que nació su vínculo siempre estuvo con él, destronando otros recuerdos que alguna vez le resultaron hermosos y que se habían trasmutado en el empolvado pasado de fracasos y malas praxis de la vida. Recordó que le había tocado el vientre a Lucía muy suavemente y que deslizó su mano sobre él hasta sentir los labios de su vagina, y supo que no eran ni parecidos a otros: la suavidad de estos migraba hacia lo absurdo, motas de pura seda, que rodeaban lechos de blandura. Ella sólo podía aferrase a los músculos del brazo que la iba adorando con lentitud. La llevó a recorrer caminos de luz distintos, cosa que ni sus amigas más fieles pudieron igualar, divino bosquejo de pasión, magia en el dedo medio, vitalidad del índice y el secreto en el pulgar.

El recuerdo en bruto de sus primeros encuentros les segaba y el conocimiento era obsoleto, sólo valía la pena el juicio genético, el instinto y lo agnóstico; por no saber apostaban, y sentir era lo perpetuo; el no saber abstracto era complejo y sólo existía cuando estaban de frente, pero separados por la brisa y un universo entero de partículas de distinta naturaleza; reflexionaban y luego unificaban sus cuerpos y creaban tal composición, dando paso al saber del sentir, no abstracto pero irreal como la concepción de la verdad.

Los encuentros fueron más frecuentes, confluyendo en casamientos parecidos al del tiempo y el espacio como variables universales desmesuradas, y se hacían necesarios los relatos de sus vivencias, ella con su rica erudición poética y él a través de lo mundano. Para ella era un deleite escucharlo hablar en razón de muchas cosas que no conocía: la cultura de los pubs, la cultura venezolana, la cultura de la no-cultura (ahora todo es cultura y nada es cultura) y él mismo decía que a partir de las imágenes, de la imaginación, interpretaba universos distintos, tan claros como aquel en el que se encontraban, o fuese tomando un café, o haciendo el amor. Se aferraban al hecho de que las casualidades eran incipientes, cosmogonía de diseño deliberado, por tal, y deís­tas, agradecían sus encuentros a lo no visto, y luego se olvidaban de todo en sus besos.

Solían caminar por el parque, tomados de las manos, a veces bajo el abrazo mutuo de una extremidad independiente, y exten­dían esos mismos gestos a las aceras y plazas, manifiesto natural de lo que había dentro, y por último, ya cuando no quedaba más por recorrer, los extendían al placer carnal, de nuevo manos juntas o abrazos, resguardados en nada que pudiera oler a ellos.

A él le encantaba llegar rápido a la carne pero morderla y saborearla con suavidad, cada acento amargo del perfume y cada nota dulce, sólo en su nariz, y decía, con suavidad al oído de ella que el sexo era uno de los actos de canibalismo más simbólicos que existían. Para ella todo era más ambiguo, menos sustancioso; no se acostumbraba al deseo por un hombre, que no era el deseo por los hombres; sólo era condescendiente con los pedidos de su cuerpo; éste pedía a Damián. A ella le gustaba que todo empezara suave, cuerpo de lenta pero perfecta comprensión, y él siempre elegía la zona en la que menos esperaba ser acariciada —el talón del pie, la nariz, el hombro izquierdo, las dos orejas al mismo tiempo— formas muy excitantes de comenzar a escribir un preludio. A él, en cambio, le excitaban más las cosas básicas, como un beso extenso y húmedo...

Se complacían mutuamente, colocándose sobre los zapatos del otro, o sobre la desnudez del otro, tomando y desechando cosas que pudieran aplicar para sí mismos o para el otro, con la creatividad de los artistas y la precisión de los científicos.

Sus cuerpos los cuestionaban sobre si las rutinas a las que respondían en la individualidad eran las más idóneas, y casi siempre la respuesta era un no ante lo que podía parecer un oficio erótico.

El amor fue construyéndose poco a poco, entre catas de tés y lecturas de poesía al aire libre, entre películas comerciales y sacudones nocturnos. Muy bajo perfil, el residual sentimiento por Angélica sólo contribuía con la comunicación entre él y Lucía, desahogos y caricias, y terminó fuera de ese camino andado que él, desde otro camino, desde la lejanía, quería ver mientras pensaba: allí estuve y no volveré.

Cuando el virus del VIH penetró en sus vidas —no de la forma en que hubiesen imaginado— la relación se plagó de ausencias, terminó algo esporádica y, en actitud de salvaguarda, Lucía toleró momentos de soledad que le eran avisados, no así con los inciertos: «No siento celos de Angélica. Si se vierais amorosamente, yo lo sabría y me hubiese marchado. Sólo quiero que me tengas informada de lo que pasa en tu círculo, quiero saber qué hacéis y cómo lo hacéis, pero sobre todo quiero saber cuándo lo hacéis. Nunca avisas cuándo vas o venís del laboratorio, y eso es lo que no me gusta. A veces siento que prefieres a las ciencias que a mí.» «Entiendo —había agregado Damián—. Es que no me gustaría que estés conmigo en el laboratorio. Estoy trabajando directamente con el virus de VIH y no me lo perdonaría si por alguna razón llegases a contagiarte. Yo... voy a tratar de estar más contigo.» «No es eso, Damián. No te estoy exigiendo que pases más tiempo conmigo. Eres un hombre ocupado: investigas, trabajas en el día y en la noche. ¿Cómo crees que te voy a exigir eso? Quiero estar comunicada contigo, que atiendas tu celular, que me llames. ¿Entiendes ahora?»

LA CURADonde viven las historias. Descúbrelo ahora