Capítulo 11: Quiéreme aunque duela

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El sol se pone al contrario de Oriente y me acomodo contra la esquina de la calle principal, buscando refugio junto a una pared de piedra rugosa. Me arropo en mi propio peplo y deseo por primera vez tener algo más de ropa conmigo. Los veranos son calurosos en Chipre, pero las noches se pasan mal si no tienes un buen abrigo o refugio junto al fuego. Suspiro observando a los habitantes de Dekalia pasear de vuelta a sus casas después de un caluroso día de trabajo. Me abrazo a mí misma y agacho la mirada hasta mis pies, llenos de rozaduras y manchados de barro. Creo que llevo dos días caminando, o al menos, he podido calcular que he visto la puesta de sol ese número de veces.

Después de huir de Pafos empecé a caminar sin rumbo, siguiendo hacia el Este, pero sin pensar un plan antes. Mi bolsa se descolgó de mi hombro cuando Egan me atacó, por lo que no tengo nada conmigo. Comida, agua, ropa, dinero, mi libreta. Todo eso se ha quedado en Pafos al igual que mi anterior vida. Ahora vivo a la intemperie deseando que este no sea mi último día. Las divinidades no pueden morir tan fácilmente, pero los Erotes de Afrodita sí. Nos morimos de hambre, de frío, de cansancio, de lo que sea. No de vejez, por supuesto, pero somos como semidioses. La diosa del amor debía asegurar la fidelidad de sus seguidores y qué mejor opción que provocarles necesidades humanas para que respeten sus cargos. Pero no todos los Erotes son tan débiles. Solo los que son como yo, los que no estamos en la élite. Una vez lo estuve, pero ya no.

La oscuridad de la noche invade primero los estrechos callejones y se va extendiendo hasta el centro de la polis. Un señor va encendiendo lámparas de aceite para mantener el camino principal iluminado y no dejarnos a merced de la luna y los demás astros. Sonrío débilmente, notando una punzada en mis talones que necesitan descansar. Me llevo las manos al estómago. Necesito comer algo cuanto antes si quiero despertar mañana. A la lejanía contemplo el abrir y cerrar de una puerta de madera, la entrada de la taberna más grande de Dekalia. Conozco este sitio, alguna vez he venido al Este de Chipre. Es un pequeño local que dispone de habitaciones para los huéspedes en la planta superior. Antaño dormí en una de sus cómodas camas, pero ahora soy una simple humana más entre los demás habitantes.

"Deberías intentarlo" me susurra mi voz interior. No es muy común hablar con uno mismo, pero, cuando la soledad toca tu puerta, buscas la mínima compañía para mantenerte en pie. Noto mi tripa rugir de hambre y me relamo los labios, secos y agrietados de la deshidratación de un par de días. El cansancio cae como una cascada sobre mis hombros y siento que es imposible levantarme, hasta que una brisa cálida y tropical me acaricia la nuca y siento un impulso de fuerza en mi interior que me levanta y logro avanzar torpemente hasta las puertas del hospicio. Me apoyo en el marco para respirar antes de entrar, tratando de buscar la excusa perfecta para conseguir refugio.

Junto a la puerta hay varias mesas ya ocupadas por clientes, estos charlan y toman de sus vasos de cerámica decorados a mano por algún artesano. Al fondo del local hay una barra de madera oscura y tras esta, un señor barbudo de ojos chicos. Me acerco con cuidado e inmediatamente puedo notar las miradas en mí. Me pregunto qué pensarán, si han sido atraídos por mi atracción divina o por mi miserable aspecto de mendiga. Aunque algunas miradas lujuriosas me confirman lo primero. Chasqueo la lengua y me siento en un taburete frente al propietario del local. El señor sostiene una copa de cerámica con decoraciones muy distinguidas y la coloca frente mi. Apoyo los codos sobre la madera rígida y hago fuerza contra mi mentón con las manos para mantenerme despierta. El hombre agarra una jarra de vino y alzo la mirada lo suficiente para leer sus intenciones.

—No puedo pagarlo —aviso antes de que vierta el vino y me lo ofrezca para beber. Él ladea la cabeza con una mueca divertida y me acerca la copa con dos dedos.

—Invita la casa, señorita —suelta una pequeña carcajada y se recuesta contra la mesa tras de él, observándome.— No todos los días se ve a alguien como usted por aquí que deleite nuestras vistas. No tiene que pagarme.

La promesa de AnterosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora