• Capitulo 3 .

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El final del verano llegó con una calma engañosa.

Las semanas pasaron como un susurro, cada día deslizándose en el siguiente sin que lo notara realmente. Había una sensación de anticipación en el aire, mezclada con una especie de melancolía dulce, como si todos fuéramos conscientes de que algo estaba a punto de cambiar, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta.

Mis días eran tranquilos, llenos de una rutina familiar que, de alguna manera, me ofrecía consuelo. De lunes a viernes, me ocupaba de los preparativos para la universidad. Había decidido estudiar periodismo, algo que siempre me había apasionado desde pequeña. La idea de poder contar historias, de dar voz a quienes no la tienen, me parecía una forma de dejar una huella en el mundo, aunque fuera pequeña.

Por las tardes, solía pasar tiempo con mis padres. Papá había vuelto a ser su sereno y confiable yo, siempre dispuesto a charlar sobre cualquier cosa. Mamá, por otro lado, parecía más animada con la idea de que uno de sus hijos estuviera a punto de comenzar una nueva etapa. Cocinábamos juntas, experimentando con nuevas recetas, y pasábamos horas viendo sus programas de televisión favoritos. Era reconfortante estar con ellos, sentir que, a pesar de todo, la vida continuaba en su curso normal.

Los fines de semana, sin embargo, eran un poco más caóticos. Lana y yo trabajábamos juntas en la pizzería familiar del barrio. No era un trabajo glamuroso, pero nos encantaba. Había algo en la familiaridad del lugar, en el olor a masa fresca y queso derretido, que me hacía sentir en casa. Los clientes eran en su mayoría habituales, y Lana y yo nos habíamos convertido en las favoritas de muchos.

Lana siempre encontraba la manera de hacer reír a los clientes, con su humor desenfadado y su risa contagiosa. A menudo me decía que trabajar allí era su manera de desconectar de todo lo demás, y tenía razón. Durante esas horas, podía dejar a un lado cualquier preocupación y concentrarme en preparar pizzas, servir mesas y bromear con Lana.

A veces, después del trabajo, nos reuníamos con nuestros amigos en la cafetería de siempre, donde pasábamos horas hablando de todo y de nada. Las tardes de verano se llenaban de conversaciones sobre el futuro, sobre la universidad, sobre nuestros miedos y nuestras esperanzas. Era un tiempo que atesoraba, una burbuja de normalidad en medio de un mundo que parecía estar cambiando demasiado rápido.

Las noches en casa eran un ritual diferente. Oliver había comenzado a invitar a Leila, su novia, a pasar más tiempo con nosotros. Se había convertido en parte de la familia, y era fácil ver por qué mi hermano estaba tan enamorado de ella. Era dulce, inteligente y tenía una forma de ser que hacía que todos a su alrededor se sintieran cómodos. Las noches de cine se convirtieron en una tradición. Nos acurrucábamos en el sofá, palomitas de maíz, y veíamos películas hasta tarde. A veces, eran las películas de acción que Oliver y Leila adoraban; otras veces, comedias románticas que yo elegía. Era un momento de unión, donde todas las preocupaciones del día se desvanecían y solo quedaba la risa y la compañía.

Pero a pesar de lo ocupada que estaba, no podía dejar de pensar en Nero. Habían pasado semanas desde nuestra conversación en el parque, y aunque había tratado de mantenerme ocupada, su recuerdo seguía presente, como una sombra que no podía sacudirme. Había estado esperando alguna señal de él, alguna muestra de que sentía lo mismo que yo, pero Nero parecía haberse evaporado. No hubo más encuentros fortuitos, ni mensajes, ni llamadas. Era como si aquella tarde en el parque hubiera sido un sueño.

Entonces, un día, justo cuando comenzaba a aceptar la idea de que quizás nunca sabría qué sintió él realmente, llegó su mensaje. Eran cerca de las ocho de la tarde, y yo estaba terminando mi turno en la pizzería cuando sentí que mi teléfono vibraba en el bolsillo. Cuando lo saqué y vi su nombre en la pantalla, mi corazón dio un vuelco.

Catorce razones para volverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora