Volver a empaquetar mi vida se sentía como una broma pesada del destino. El mismo piso que había decorado con ilusión junto a Adrián, ahora me veía recogiendo cada fragmento de lo que alguna vez fui en el. Me movía en piloto automático, tirando ropa en una maleta vieja que ni recordaba tener. Cada prenda que tocaba me recordaba algún momento con él: las veces que reíamos mientras cocinábamos en la cocina diminuta, las noches en que me abrazaba después de discutir, prometiendo que estaríamos bien.
Mentiras. Todo eran malditas mentiras.
—Satur, ¿me ayudas con estas cajas? —pregunté al conserje del campus, un hombre mayor que me había visto pasar de estudiante perdida a una casi licenciada con mil problemas en la cabeza.
Satur asintió, sin hacer preguntas. Me ayudaba a mover mis cosas sin decir una palabra, pero su mirada lo decía todo. Sabía. Sabía que el mundo se me estaba desmoronando, y no necesitaba más explicaciones.
—¿Crees que podré recuperar mi vieja habitación en la residencia? —le pregunté mientras subíamos el último par de cajas al maletero de su coche.
—Hablaré con la encargada. Si hay algo disponible, será tuyo —respondió con su voz grave, cargada de esa sabiduría que sólo los años dan.
Miré el edificio que había sido nuestro hogar, mi hogar, por última vez. Todo lo que habíamos construido juntos, toda la vida que soñamos... se había destruido. No quedaba nada de lo que prometimos.
Una semana después, el impulso me ganó. Necesitaba recoger algunas cosas que había olvidado en el piso. Había dejado un par de libros y una sudadera que me encantaba. Me había prometido a mí misma que sería rápido, que no me detendría a pensar en nada más.
Abrí la puerta. Sentí su olor antes de verlo. Ese olor que solía significar seguridad, amor. Hoy solo me daba náuseas. Y allí estaban, él y ella, sujeta a su cintura, en nuestro sofá, el mismo que compartimos tantas veces. Se besaban como si yo nunca hubiera existido.
—¡¿Qué coño es esto?! —mi voz se rompió, pero no me importó.
Adrián se separó de ella como si lo hubieran electrocutado. Sus ojos se agrandaron al verme, pero no dijo nada. ¡Ni siquiera tuvo el valor de defenderse!
—¡¿Es esto lo que querías decir cuando dijiste que me querías, Adrián?! ¿Cuando dijiste que solo necesitabas tiempo? —grité, notando cómo el pecho me ardía. La rabia me quemaba, pero debajo de todo eso, un dolor más profundo, uno que me cortaba el aire. Todo lo que habíamos hablado aquella maldita noche... ¡Mentira! Era todo mentira.
—Cora, no es lo que piensas... —intentó justificarse. ¿De verdad tenía el descaro?
—¿No es lo que pienso? ¡¿Qué cojones es entonces?! ¡Te la follabas desde el principio, verdad? —escupí las palabras, cada una más venenosa que la anterior—. Eres un maldito cobarde, Adrián. ¡Me mentiste! ¡Todo lo que hablamos era una mentira, cada jodida palabra!
La chica estaba callada, no hacía ni el más mínimo movimiento, como si creyera que así desaparecería. Pero no había nada que pudiera borrar lo que estaba viendo.
—Cora, por favor, cálmate. Déjame explicarte... —suplicó él, acercándose como si aún pensara que podía arreglar algo.
—¡No me toques! —le grité, retrocediendo como si me hubiera intentado contagiar algo—. ¿Qué ibas a explicar, Adrián? ¿Cómo me traicionaste? ¡Tuvimos esta maldita conversación! ¡Hablamos de darnos un tiempo porque decías que aún me querías! ¡Mentira! ¡Eres patético!
Él intentaba decir algo, pero no podía escucharle. Mis propios sollozos lo ahogaban todo. La rabia ya no me sostenía, ahora solo quedaba el dolor. Un dolor que me retorcía las entrañas.
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Catorce razones para volver
RomanceTenía esos ojos rasgados que, al reír, casi desaparecían, pero aún así lograban iluminar mi mundo. Su voz, una mezcla perfecta de dulzura y peligro, era la más excitante que había escuchado en mi vida. Y su sonrisa... esa sonrisa podía opacar al sol...