Era una tarde como cualquier otra. El sol se colaba por las ventanas del salón, y Adrián estaba sentado junto a mí, inmerso en su trabajo, con el portátil en el regazo. Yo intentaba concentrarme en un ensayo para la universidad, pero la tensión que había entre nosotros, que parecía haberse instalado de manera permanente, me mantenía inquieta. Estábamos juntos, pero al mismo tiempo, tan separados. La distancia que se había formado entre nosotros seguía siendo una sombra constante.El teléfono sonó, rompiendo el silencio. Miré la pantalla: era mi madre.
—¿Mami, ¿qué tal? —pregunté al contestar.
—Cora... —su voz temblaba, como si apenas pudiera sostener el hilo de la conversación—. Es la tía Ana. Ha... ha tenido un infarto. Está en el hospital... en la UVI.
El mundo a mi alrededor se detuvo. Mi madre continuaba hablando, pero las palabras se difuminaban. Sentí como si el aire se volviera pesado, como si algo invisible me estuviera presionando el pecho.
—¿Está bien? —pregunté finalmente, con la voz ahogada.
—No lo sabemos. Los médicos no nos dicen mucho. Está en coma inducido. Necesito que vengas. No sabemos qué va a pasar...
—Voy para allá —dije, ya poniéndome en pie sin pensarlo.
Adrián me miró, claramente preocupado. Aunque nuestra relación estaba en un punto incierto, él siempre sabía cuándo algo grave estaba sucediendo.
—¿Qué pasa? —preguntó, levantándose rápidamente.
—Es mi tía Ana. Ha tenido un infarto. Está en el hospital. Tengo que ir.
Adrián no dijo nada más, pero asintió y en cuestión de minutos estábamos saliendo de casa. Sentí su mano en la mía mientras conducíamos hacia el hospital, un gesto que, aunque pequeño, me dio un poco de consuelo en medio de la tormenta.
La incertidumbre.
El hospital estaba frío, como lo están siempre esos lugares donde el dolor y la esperanza conviven en una frágil línea. Lana ya estaba allí, esperándonos. Había dejado sus estudios en medicina por esos días, sin pensarlo dos veces.
—¿Cómo está? —pregunté apenas la vi, aunque ya sabía que la respuesta no iba a ser buena.
Ella me miró con los ojos llenos de tristeza.
—No nos dicen mucho. Tu mamá y papá están dentro, pero sólo pueden estar unos minutos. Está en coma inducido, Cora... no sabemos si va a despertar.
Caminamos juntas hacia la sala de espera, donde la tensión era palpable. Vi a mi padre, con la cabeza entre las manos, un hombre fuerte y siempre seguro de sí mismo, ahora encorvado por el peso del dolor. Mi madre, sentada junto a él, tenía los ojos rojos de tanto llorar. A su lado estaba mi abuela Carmen, la imagen misma de la devastación. No podía dejar de mirarla. Mi abuela había perdido a mi abuelo hacía unos años, y ahora estaba enfrentando la posibilidad de perder a su hija. Estaba en shock, sus manos temblaban levemente mientras sostenía un pañuelo.
—¿Cómo está, papá? —le pregunté con un nudo en la garganta.
Mi padre levantó la vista. Tenía los ojos vidriosos, pero trataba de mantenerse fuerte para los demás.
—No lo sabemos, hija. Los médicos dicen que las primeras 48 horas son cruciales... pero no nos dan muchas esperanzas.
Nos quedamos en silencio, todos juntos, esperando alguna noticia que nos diera algo de alivio. Pero las horas pasaban, y lo único que veíamos era a los enfermeros caminando de un lado a otro, llevando bolsas de sangre, sin detenerse para darnos más información. Cada vez que uno de ellos entraba o salía de la UVI, mi corazón se detenía por un segundo, temiendo lo peor.
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Catorce razones para volver
RomantikTenía esos ojos rasgados que, al reír, casi desaparecían, pero aún así lograban iluminar mi mundo. Su voz, una mezcla perfecta de dulzura y peligro, era la más excitante que había escuchado en mi vida. Y su sonrisa... esa sonrisa podía opacar al sol...