Capítulo VI

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Año 126 d.C: El señor de las mareas.

La noche en Desembarco del Rey transcurría como cualquier otra para sus habitantes, pero para Daenerys resultaba sofocante. El aire era denso, y el calor la mantenía inquieta. Era ya muy tarde, pero por más que lo intentaba, el sueño no llegaba. Incapaz de permanecer en los aposentos que le habían asignado, improvisados por su llegada inesperada, decidió salir a caminar. Los pasillos del castillo estaban vacíos, solo iluminados por antorchas solitarias que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra. Daenerys avanzaba con pasos ligeros, sus ojos explorando cada rincón con curiosidad. Era un lugar que no conocía bien, mucho menos de este tiempo, y la nostalgia se mezclaba con una extraña emoción.

Con una sonrisa leve, sus pensamientos la condujeron hacia el salón del trono. Quería verlo de nuevo. Quería recordar el trono de hierro que en su tiempo le había sido arrebatado. Cuando finalmente llegó, se detuvo ante la gran puerta. La abrió con cuidado, sin hacer ruido, como si quisiera mantener el momento solo para ella.

— ¿Qué haces aquí? — Una voz femenina irrumpió en el silencio, desde la oscuridad detrás de ella.

El corazón de Daenerys dio un vuelco. Se giró rápidamente, encontrándose con una figura que la observaba desde las sombras. La mujer era regordeta, de rostro apacible pero poco agraciado, con los rasgos distintivos de la sangre valyria. Daenerys la reconoció al instante: la princesa Helaena, Daenerys pensó un momento «¿Debería decirle que husmeaba el Trono del rey?»

Debido a su silencio Helaena volvió a hablar.

— Daenerys Stormborn — Dijo observándola como si la conociera desde hace mucho tiempo.

Daenerys se quedó paralizada por un momento. Desde su llegada en el año 121, nadie la había llamado así. El seudónimo le resultaba casi ajeno en esta época. ¿Cómo era posible que Helaena lo supiera? El desconcierto la envolvió.

— Princesa Helaena — respondió, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto, aunque aún procesaba la sorpresa. La incomodidad por haber sido descubierta tan furtivamente solo añadía más tensión al momento.

— Lo que te fue arrebatado... no puedes recuperarlo — continuó Helaena con una voz suave, casi soñadora, pero las palabras eran firmes, llenas de un significado que Daenerys no lograba descifrar por completo. — No puedes cambiar nada.

Daenerys frunció el ceño, tratando de entender el sentido de lo que le estaba diciendo. ¿A qué se refería? Sus labios se movieron en un murmullo casi inaudible.

— ¿Qué...?

— No puedes salvar a nadie, ni siquiera a ti misma — susurró Helaena, y el eco de sus palabras reverberó en el vasto salón.

La princesa se giró con un movimiento lento y etéreo, como si ya no estuviera realmente presente, y empezó a alejarse por el pasillo. Daenerys la observó desaparecer en la penumbra, su mente nublada por la confusión y la inquietud que las palabras de Helaena habían despertado.  Aquello la dejó perturbada. Finalmente, Daenerys suspiró y decidió regresar a sus aposentos, pero la noche no sería más fácil. Ahora, además del calor, una nueva incertidumbre ocupaba su mente.



Mientras tanto, en los aposentos de la Reina Alicent, la calma no era tan evidente. Sentada junto a la chimenea, la reina consorte miraba el fuego, inquieta. La luz de las llamas danzaba en sus ojos, pero sus pensamientos estaban en otro lugar.

— Esa mujer... — dijo Alicent, rompiendo el silencio. — Me da una mala espina.

Su padre, Otto Hightower, permanecía de pie junto a la chimenea, con las manos entrelazadas tras la espalda. No dijo nada al principio, pero la expresión en su rostro denotaba la misma preocupación que la de su hija.

La Danza de Los SiglosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora