Capítulo 9 Copi

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Podría saltarme por completo todo lo que pasó en mi decimocuarto año de vida en este mundo, pues no es del todo agradable recordarlo. Podría enfocarme más en los años felices de mi infancia, en las sonrisas y las palabras delicadas, en esa época en la que aún podía pensar que el que me susurraba al oído era el Espíritu Santo. Es un pasado distante, borroso, pero bellísimo, como un espejismo en medio del desierto.

Pero en la vida no se puede simplemente olvidar los momentos malos para enfocarse solo en los buenos. Nuestro deber como seres humanos es equivocarnos de vez en cuando y aprender de nuestros errores, de nuestro dolor. Ese dolor que muchas veces es temido y repudiado, pero que no es más que el mejor maestro que tenemos para ayudarnos a recorrer el camino de la vida. Mi historia trata de eso: del dolor que hay que sufrir antes de un final feliz.

Atesoro mis recuerdos bonitos como perlas guardadas en el cofre especial de mi memoria, pero por eso mismo tengo que hablarles de mis errores. Y vaya que cometí muchos en mi vida.

Con el paso del tiempo, empecé a sentirme cada vez más atormentado por la "sombra" que vivía en mí. "La sombra" fue el nombre que le di a esa entidad oscura que habitaba en mi mente. Cada día, ese demonio hacía que mi mente se llenara de imágenes aún más violentas y degeneradas que las del día anterior; cosas tan horribles que prefiero no mencionar, porque mi historia no está hecha para complacer la morbosidad ajena.

Sarah y yo pasábamos el día juntos en clases, pero lentamente comenzamos a distanciarnos en los recreos. Ella empezó a juntarse con otras chicas de nuestro curso, y los fines de semana, más específicamente los sábados , como Jazmín su nueva mejor amiga , iba a clases de religión junto al grupo formado por la familia de Cristal. Podía notar que algo estaba cambiando en ella: ya no era la misma niña dulce e infantil; ahora era más seria, como si quisiera pretender ser una adulta.

Además, había comenzado a ser un poco más rebelde con sus padres. Repentinamente ya no quería acompañarlos a la misa de los domingos, y si iba, era más por obligación que por gusto. No entendía qué le había pasado a mi princesa. ¿Qué le estaban enseñando en esas clases de los sábados?

Gracias a la nueva distancia con Sarah, me volví más callado y, según mi madre, más frío. Ella decía que había pasado toda mi vida preocupándome por Sarah y que ahora debía concentrarme en mí mismo. Pero yo no quería hacer eso. Pasaba todo el día dibujando, intentando olvidar el monstruo que vivía dentro de mí. Mi rendimiento académico, antes perfecto, empezó a decaer, ya que solo podía pensar en las catástrofes que esas voces anunciaban.

Intenté rezarle a Dios, pero eso solo parecía empeorar las cosas. Tampoco funcionaba rezarle a los santos de mi madre. Me sentía perdido en un laberinto sin salida y como si viviera siendo dos personas en una: un chico que se mostraba normal ante su familia, tal vez algo retraído y solitario, pero sin que nadie a mi alrededor pudiera imaginar el monstruo que era por dentro.

No quería pensar en lo que me atormentaba. No quería destripar a nadie ni apuñalar a gente en la calle. De hecho, con cada pensamiento horrible que invadía mi mente, sentía una culpa desgarradora. Me sentía peor que un demonio, más sucio que cualquier otro pecador. Y por eso tampoco tenía tiempo para intentar entender a los demás. Parecía que lo que alguna vez fue Benjamín ahora era algo oscuro e incomprensible para la mayoría de los humanos.

En medio de ese dolor, fue cuando mi segundo maestro llegó a mi vida. Ese maestro fue Cophue Alvares, a quien todos llamaban Copi. Lo conocí en catequesis, un lugar extraño para encontrar a alguien como él.

Sarah y yo comenzamos a ir a catequesis más tarde que la mayoría de los chicos de nuestra escuela. Sarah debía haber empezado un año antes, pero siempre daba excusas para no ir, como que necesitaba tiempo para hacer tareas. Pronto sus padres entendieron lo que estaba pasando: Sarah ya no quería ir a catequesis porque ni siquiera se consideraba católica. Ahora se consideraba miembro de la secta a la que pertenecía la familia de Cristal. Finalmente, sus padres la obligaron a ir con un ultimátum: o iba a catequesis o le prohibirían volver a la casa de Cristal. Así que Sarah tuvo que ir, a regañadientes, y yo la acompañé por petición del señor Carrasco. Él quería que la acompañara para asegurarse de que asistiera a las clases de la iglesia.

Yo era un niño sin una religión definida. Nunca me habían bautizado y no me habían criado ni como evangélico ni bajo las reglas de la santería. Además, el padre de Sarah me dijo que me haría bien aprender más sobre Jesucristo, pues había notado lo solo que me sentía últimamente. Aunque, al oír el nombre de Jesucristo, no pude evitar pensar en Yael y en lo que me había dicho años atrás sobre cómo lo habían malinterpretado para mandar un mensaje específico.

Fue en la primera clase de catequesis cuando lo conocí. Aún lo recuerdo: ese día, Sarah estaba muy molesta porque la habían obligado a ir. Durante toda la clase, se dedicó a interrumpir a nuestra maestra y a hacer preguntas extrañas. Con esas acciones infantiles, pude saber que seguía siendo la misma de siempre.

Al igual que mi princesa, Copi también estaba en catequesis por obligación. Desde el primer momento en que lo vi, pude reconocer que era diferente. Siempre llevaba una mezcla única de seguridad en sí mismo y despreocupación que lo hacía destacar. Parecía que no le importaba ser distinto, con su cabello rojo intenso y su inclinación hacia lo pagano. Nunca prestaba atención en las clases, pero no lo hacía de una forma rebelde como otros chicos. Más bien, era como si estuviera presente en otro plano, pensando en cosas más importantes que lo que la maestra nos decía sobre la Biblia.

Había algo en él que me intrigaba: su seguridad, la forma en la que caminaba como si el mundo no pudiera derribarlo. Tenía la sensación de que, si el mismísimo diablo se le hubiera aparecido, no le habría importado si él le decía que se llevaría su alma al infierno.

Era un chico alto para su edad, con una mirada serena y madura. Siempre llevaba consigo una pequeña libreta donde escribía cosas en un lenguaje que no entendía. Parecía estar conectado a una energía diferente, algo místico que me atraía de una manera que no comprendía en ese momento.

Nunca pensé que sería capaz de hablarle, pero lo hice. Y no se convirtió en mi amigo, sino en mi maestro. Con él, aprendí el arte del engaño.

Lo Que El Mundo No Te Cuenta Del Toc Y La Religión,  Isaac Donde viven las historias. Descúbrelo ahora