Capítulo 13 El chico malo

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Los primeros días en el internado fueron peores de lo que había imaginado. Las paredes eran grises, las luces, opacas, y el silencio era tan denso que casi podía oír mis propios pensamientos rebotando en el eco de la soledad. Los guardias nos observaban desde las esquinas, como si estuvieran esperando que uno de nosotros cometiera un error. Estaba acostumbrado a las reglas estrictas, pero esto era otra cosa: parecía un castigo sin redención.

La primera noche, me dieron una sorpresa que jamás esperé. Cuando abrí la puerta de mi habitación, ahí estaba Lucas, un amigo de mi infancia al que no había visto en años. Me quedé paralizado, incapaz de procesar cómo alguien tan cercano a mi pasado había terminado en el mismo lugar oscuro que yo.

—Isaac,  ¿eres tú? —dijo Lucas con una sonrisa amarga.

Lucas había sido el hijo del sacerdote santero al que mi madre solía acudir. Recordaba que, de niños, siempre lo admiré por cuidar a su hermana Marie, quien era ciega. Él la guiaba, la protegía como si fuera el único guardián de su pequeño mundo. En mi mente, Lucas siempre había sido una especie de héroe. Pero ahí estaba, con una mirada que delataba que su vida ya no era la que yo recordaba.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, atónito.

Lucas suspiró y se sentó en la cama.

—Mi madre se separó de mi padre hace años. Se volvió cristiana y decidió que no quería que Marie y yo tuviéramos nada que ver con él. Me enfadé tanto que comencé a robar en tiendas, solo para fastidiarla. Me atraparon y... bueno, aquí estoy.

No podía creerlo. La vida de Lucas se había desmoronado igual que la mía, pero por razones completamente distintas. Sin embargo, ese resentimiento, esa rabia hacia el mundo y hacia aquellos que más amábamos, nos unió de una manera extraña.

El tiempo en el internado pasó más rápido de lo que esperaba. Pronto, Lucas y yo nos convertimos en los chicos malos más aterradores del lugar. Rompíamos todas las reglas, nos reíamos en la cara de los guardias y hacíamos enfadar a los profesores como si fuera nuestro pasatiempo favorito. No tenía nada que perder, o al menos, eso creía.

El viejo Isaac, el que seguía las reglas, el que trataba de ser bueno, quedó enterrado en algún rincón oscuro de ese lugar. Las voces en mi cabeza seguían ahí, pero ya no me importaba lo que dijeran. Me había desconectado de todo, incluso de mí mismo. La fe que alguna vez me había dado esperanza ahora solo era un eco vacío, algo que ya no tenía sentido para mí.

Mis notas cayeron en picada. Donde antes encontraba consuelo en los libros, ahora encontraba placer en desafiarlos. Mi rendimiento académico era el menor de mis problemas. Lucas y yo éramos una fuerza de caos, y, por extraño que pareciera, en ese caos encontré una especie de paz retorcida. Ya no tenía que pensar en Sarah, ni en mi madre, ni en lo que Dios pensaba de mí. Todo eso se quedó atrás.

A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta de algo. Cuando era niño, pensaba que el mundo era simple, dividido en blanco y negro. Día y noche. Bueno y malo. Pero ahora entendía que la oscuridad y la luz coexistían dentro de mí. En el internado, me convertí en lo que tenía que ser para sobrevivir, un chico malo que rompía reglas y se burlaba de la autoridad. Pero cuando Sarah o mi madre venían a verme, me transformaba de nuevo. Fingía que todo estaba bien, que seguía siendo el mismo Isaac de antes, para que no se preocuparan. Sabía que mi madre ya tenía suficiente con lo suyo, y no podía permitir que Sarah, la única persona que realmente me entendía, cargara con más dolor.

El internado me cambió, no cabe duda. Pero lo que no había anticipado era lo mucho que me convertiría en un experto en llevar máscaras. Para Lucas y los demás, yo era el chico rebelde que desafiaba las normas. Pero en mi interior, había una parte de mí que seguía intentando aferrarse a la última chispa de bondad que me quedaba.

Lo Que El Mundo No Te Cuenta Del Toc Y La Religión,  Isaac Donde viven las historias. Descúbrelo ahora