𝟏𝟓

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𝐃𝐚𝐞𝐫𝐨𝐧 𝐓𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧

𝐄𝐥 𝐝𝐢́𝐚 𝐞𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐨... 

Río Aguamiel se encontraba bañado por los cálidos rayos del atardecer, con el sol descendiendo lentamente detrás de las colinas. El río serpenteaba con calma, reflejando el cielo en tonos dorados y naranjas, pero la serenidad del paisaje contrastaba fuertemente con la incertidumbre en el corazón de quienes lo habitaban. Alyssa, había partido hacía ya varios días en busca de Rhaenyra, la reina a la que nunca había conocido en persona. Los ecos de la guerra habían llegado a sus oídos. Ninguno de los padres de Daeron deseaba que el, o sus hermanos, se viesen arrastrados por los conflictos que desgarraban a Westeros, pero evitarlo parecía imposible.

Daeron, abía asumido la tarea de cuidar de su hermano Aeryon y su pequeña hermana Daenys mientras su madre no estaba. Aquella tarde, incapaz de quedarse quieto, salió al patio por enésima vez, buscando en los cielos algún rastro del dragón de su madre, algún indicio de que estaba regresando. Sin embargo, lo único que encontró fue el horizonte vacío y la angustiosa sensación de incertidumbre apoderándose de él.

Su madre había partido, dejando atrás una promesa no dicha, pero que ambos sabían bien: volvería. Aún así, el miedo se arraigaba en Daeron con cada día que pasaba sin verla. La última vez que la vio, la imagen de su rostro marcado por la preocupación y el dolor al despedirse de su padre estaba grabada en su mente. 

Perdido en sus pensamientos, el crujido de las pequeñas piedras bajo unos pasos lo devolvió a la realidad. La voz suave de su hermano menor lo interrumpió.

"¿Cuándo vendrá mamá, Dae?" Aeryon, de apenas cinco años, se había acercado a él, su carita mostrando los rastros de una reciente siesta interrumpida. Su pequeña figura temblaba bajo el aire fresco del atardecer, y sus grandes ojos miraban a Daeron con una mezcla de inocencia y preocupación.

Daeron lo observó con sorpresa y preocupación. "Aeryon, ¿qué haces aquí? Deberías estar descansando," le dijo mientras se inclinaba para recoger al pequeño en sus brazos, tratando de esconder su propia angustia detrás de una sonrisa tranquilizadora.

Aeryon, con la cabeza apoyada en el hombro de su hermano mayor, murmuró con tristeza: "Papá no estuvo ahí cuando me levanté. Me prometió que estaría cuando despertara..." Su voz se quebró ligeramente, y sus pequeños ojos se llenaron de lágrimas. Daeron sintió una punzada de dolor en el corazón. Su padre había prometido estar, pero la guerra lo había reclamado, al igual que a su madre, dejando a sus hijos solos con las promesas rotas.

"No te preocupes, Aeryon", le dijo, colocando una mano reconfortante sobre su pequeño hombro. "Papá dijo que regresaría pronto, y cuando menos lo pienses, estará aquí, junto a mamá."

Las palabras de Daeron eran gentiles, aunque incluso él comenzaba a dudar de su propia certeza. Sin embargo, Aeryon pareció calmarse un poco. Una ligera sonrisa se formó en su rostro al desviar su mirada hacia el horizonte, sus ojos iluminándose con algo de alegría. "¡Dae, ahí viene mamá!" exclamó el pequeño con emoción, señalando al cielo con su diminuto dedo.

Daeron se giró rápidamente, esperando ver a su madre montada en su imponente dragón, Nyxara, pero lo que vio lo llenó de una inquietud inesperada. Desde lo alto, un rugido resonante cortó el aire, pero ese no era el familiar rugido de Nyxara.

Era más profundo, más gutural. No era su madre quien volvía a casa. De inmediato, el rostro de Daeron se tensó. Al girarse, vio que Enna, la leal sirvienta de la familia, corría hacia ellos con la palidez dibujada en su rostro. La preocupación y el miedo eran evidentes en sus ojos cuando alcanzó a los dos jóvenes Targaryen.

"Es Aemond Targaryen, joven Daeron", dijo Enna con la voz quebrada mientras tomaba en brazos a Aeryon con un nerviosismo que no podía ocultar. Sus manos temblaban al apretar al niño contra su pecho. "Su madre me pidió que le advirtiera... no debe hablar con él."

Daeron se mantuvo firme, aunque un torbellino de emociones se agitaba dentro de él. No podía permitir que Aemond se acercara a sus hermanos. Sabía lo que significaba su presencia, y estaba claro que Alyssa, su madre, no estaba allí para protegerlos. Tomó aire profundamente, y aunque solo era un muchacho, se llenó de valentía.

"No puedo permitir que Aemond se acerque a mis hermanos", dijo Daeron en un tono bajo pero firme. "El que menos importa aquí soy yo. Llévate a Aeryon y a mi hermana al refugio del que mamá siempre habló. Deben estar seguros, Enna, por favor." Pero antes de que la sirvienta pudiera responder o moverse, un estruendo sacudió la tierra. Vaghar aterrizó con una sacudida brutal, y de su lomo descendió Aemond Targaryen.

Aemond bajó de su dragón con una facilidad que solo demostraba lo familiarizado que estaba con ese tipo de aterrizajes. Su porte era altivo y peligroso, su ojo único brillando con una intensidad calculadora, como si evaluara cada detalle del entorno. Caminó hacia ellos con la seguridad de alguien que sabía que no había nadie allí para detenerlo. Su aspecto, con la capa ondeando detrás de él, y la espada al costado, solo intensificaba el temor que ya se cernía sobre el lugar.

Los ojos de Aemond se desviaron brevemente hacia Tessarion, como si estuviera evaluando al dragón con la precisión fría de un juez antes de dirigir su mirada a Daeron. Durante un instante, sus miradas se cruzaron, y el joven Targaryen sintió como si estuviera siendo despojado de cualquier defensa interna. Pero Aemond no mostró ninguna emoción; su rostro permaneció impasible, como si el peso de sus intenciones aún estuviera por revelarse.

"Tranquilo, Daeron, no le haré daño a mi hermano." Las palabras de Aemond resonaron en el aire, cargadas con una burla apenas velada. Su tono firme y despectivo, combinado con la sonrisa de lado que apenas asomaba en su rostro, solo añadían peso a la tensión que se sentía. Sus ojos, o mejor dicho, su único ojo visible, se fijaron en la pequeña figura de Enna, quien sostenía al pequeño príncipe Daeron. Sin apartar la vista de la sirvienta, Aemond añadió con un tono que sonaba casi despreocupado: "Solo quiero hablar de cosas que podrían interesarte."

Aquel comentario, por supuesto, no era una sugerencia. Era una declaración. Aemond volvió a mirar a su hermano menor, quien apenas levantaba la mirada, como si se debatiera entre la lealtad y el miedo. Enna, por su parte, se adelantó con algo de nerviosismo, evidentemente incómoda ante la presencia dominante de Aemond. "La princesa Alyssa no se encuentra," dijo con voz tensa, intentando mantener la compostura, "y ella ordenó que..." Pero no logró terminar la frase. Aemond la interrumpió, no con palabras, sino con una mirada que era más elocuente que cualquier amenaza verbal. Aquella mirada, aun con un solo ojo visible, estaba cargada de autoridad y peligro. Nadie se atrevía a desafiarlo cuando Aemond emitía aquella expresión.

"Tanto la princesa como yo compartimos el mismo poder, bajo cualquier circunstancia," dijo Aemond con voz lenta, clara, como si cada palabra fuera un recordatorio de su superioridad. "Además, Daeron es mi hermano. Tengo que hablar con él... sobre Alyssa." Luego, volvió su atención completamente hacia el joven príncipe, su tono suavizándose, como si le ofreciera un secreto tentador. "Dime, Daeron, ¿no tienes curiosidad de saber lo que tengo para ti?"

La pregunta colgó en el aire, como una red tendida esperando atrapar a su presa. Daeron, que hasta ese momento había permanecido en silencio, finalmente levantó la mirada hacia Aemond, su mente claramente debatiéndose. Su titubeo fue evidente. Después de un largo momento de reflexión, Daeron finalmente habló, su voz más firme de lo que esperaba. "Hablaremos," accedió, cediendo a la presión de la situación.

Aemond sonrió. No era una sonrisa cálida ni tranquilizadora, sino una sonrisa de triunfo, de satisfacción. Sabía que había ganado. "Sabio de tu parte," murmuró, apenas audible. Enna, al ver que Daeron había aceptado la orden de Aemond, asintió con la cabeza y los dejó pasar. Pero, tan pronto como los dos hermanos cruzaron el umbral hacia la biblioteca, su preocupación se intensificó. Su deber no terminaba allí. Miró hacia la puerta que se cerraba lentamente detrás de ellos, y, sin perder tiempo, se giró y corrió por los pasillos del castillo. Su misión era clara: debía encontrar a Daenys, la menor de la familia, y asegurarse de que ambos fueran llevados al refugio secreto, aquel que solo Gwayne, Enna y la princesa Alyssa conocían. No había tiempo que perder.

[...]

𝐄𝐥 𝐥𝐞𝐠𝐚𝐝𝐨 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐚𝐝𝐨 | 𝐆𝐇Donde viven las historias. Descúbrelo ahora