Zombie.

57 10 1
                                    

Una vida monótona sin nada más que hacer que apegarse a la rutina de su vida diaria. Los menesteres de un maestro pueden llegar a acabar incluso con la poca estabilidad mental del más paciente.

Levantarse a diario por la mañana para acomodar un poco su cuarto, desayunar, planchar su ropa y meterse a la regadera para terminar de quitarse el cansancio de la mirada.

Llegar a la escuela y reunirse durante unos escasos diez minutos con sus colegas mientras disfrutan de una taza de café y comentan sobre trivialidades propias de la vida adulta; desde amoríos, dramas familiares, problemas económicos y, su favorita, líos con padres de familia y estudiantes.

Posteriormente pasaría las siguientes horas de su día enseñando por vigésima vez en el semestre lo mismo a un montón de adolescentes y pubertos que tienen demasiadas hormonas en el cuerpo como para prestar el mínimo de interés a su clase. Por más apasionado que sea en cuanto a sus lecciones, es una lastima que la mayoría ya sólo atiendan por compromiso y no por el verdadero amor al conocimiento.

Lamentablemente para él, desde que su antiguo profesor de ciencias se había retirado tuvo que cubrir las horas del viejo amargado durante el turno de la tarde, dejándole a su ya de por sí apretado horario, apenas unas horas libres para dormir.

Había días en que su cuerpo se movía, actuaba y respondía por mero impulso, sin verdaderamente pensar en lo que estaba diciendo, haciendo o sintiendo. Incluso llegó a pasar días en que simple y sencillamente olvidaba comer; pero, ¡ey! Al menos su café matutino nunca faltaba en su escritorio y eso le bastaba como para continuar con su rutina. Y sí, ya sabía que en más de una ocasión llegó a confundir su taza con un matraz que alguien había olvidado por ahí.

Su vida hubiera seguido de la misma manera, tan monótona y aburrida, tan gris y sin excepcionalidades, de no ser por lo que aconteció esa tarde mientras terminaba de calificar exámenes.

Estaba por tirar de sus mechones de cabello por décima vez luego de notar el mismo error y patrón de respuesta en tres pruebas distintas, cuando se decidió a tomar un pequeño y más que merecido descanso de apenas unos treinta minutos de siesta. Nada que no hubiera hecho antes aprovechando que, como todos los viernes, le tocaba montar guardia nocturna en el colegio.

Se acomodó en el sillón de la sala de maestros y dormitó profundamente; más tarde se arrepentiría de eso y, peor aún, se culparía por tener el sueño pesado.

.

.

.

Su celular vibró, despertándolo de inmediato de un sobresalto. Era algo extraño sin duda alguna pues hacía tiempo que sus padres habían muerto, su hermano menor había desaparecido cuando tenían apenas cuatro años de edad y desde entonces toda relación que hubiera formado era simplemente pasajera. Nada especial que ameritara compartir información privada como su número de celular.

Revisó la pantalla y vio un mensaje de alerta. Los mismos que el gobierno mandaba a los ciudadanos de cierta zona cuando algo peligroso ocurría.

Se detuvo por un momento para entrar a internet y navegar entre las noticias.

Desde notas sobre accidentes, vialidades obstruidas y saqueos a tiendas hasta tiroteos y la fuerza armada entrando a su ciudad.

¿Qué demonios estaba pasando?

Tan solo hacía unas horas estaba despidiendo a su última clase, añorando una taza de café, convencido de que su día sería igual que los demás y a la vez algo resignado pues la pila de exámenes le parecía infinita.

Y ahora los noticieros en línea aconsejaban cerrar todos los hogares y no salir por ningún motivo.

Miró su reloj, ya casi las diez de la noche.

A lo mejor si se retiraba en ese momento aún podría alcanzar el metro para su casa sin mayor problema, a final de cuentas, no parecía que en las cercanías a la escuela estuviera pasando algo.

Se puso el abrigo, tomó su portafolio, cerró la puerta y partió.

.

.

.

Miró con desdén aquel festival de vísceras y sangre, ignorando totalmente los llantos y gritos, pues no era como si pudiera hacer algo para evitarlo. A final de cuentas, estaba muerto.

Ya lo único que le quedaba era morir por segunda vez, pero ahora de pena ajena y no a causa de una horda hambrienta de zombies, cada que sus restos mortales se abalanzaban sobre un sobreviviente humano.

—Amane Yugi, en algún momento fuiste un maestro de ciencias, un hombre que no se dejaba convencer por teorías fantasiosas como fantasmas y la vida después de la muerte... Y ahora, estás aquí, condenado a ver cómo es que tu cadáver andante se dedica a terminar con lo poco que te queda de dignidad. —Soltó con aborrecimiento en lo que su carcasa carnal devoraba el brazo de un pobre desdichado. ¿Al menos podría tener la decencia de limpiarse la boca y no gruñir mientras deglutía?

Eran demasiados los monólogos que sostenía consigo mismo, y aún más los regaños que vociferaba en contra de su cuerpo errante, pero evidentemente este jamás le ponía atención.

Cualquiera hubiera pensado que un hombre como él, con todos sus conocimientos científicos estaría en la primera línea de supervivientes; ayudando de alguna manera a los enfermos y tratando de encontrar una cura; sin embargo, había muerto en las primeras horas después de que se declarara el estado de emergencia.

Se preguntaba si la chica de tobillos anchos que había protegido para que escapara lo había logrado o... Si al igual que él ahora estaba condenada a ver como sus remanentes depredaban humanos.

—¡Amane, deja de masticar la pierna de ese sujeto! —Regañó por tercera vez en esa hora a lo restante de su mortalidad; no obstante, este no lo escuchó y, si lo hizo, no le puso atención, pues continuó devorando de a poco al pobre pelirrosado que se había desmayado mientras era perseguido por él.

Bueno, al menos ya no tendría que lidiar con los proyectos semestrales y con más estudiantes hormonales. Ventajas de la no-vida, suponía.

Toda su vida había vivido como uno, y ahora estaba condenado a pasar lo que le restara de inmortalidad siendo uno hecho y derecho.

Menesteres de un maestroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora