CAPÍTULO X| Cadenas Invisibles.

12 1 0
                                    

La música se deslizaba en el aire como un sedante hipnótico. Pero, a pesar del bullicio, una sensación de inquietud comenzó a anidar en mi pecho. Lo que había escuchado de los labios del coleccionista era como un veneno que me corría por las venas, y cada palabra suya resonaba en mi mente, reverberando como un eco inquietante.

Después de su confesión, me dejé llevar por el torbellino de la fiesta, obligándome a sonreír mientras intentaba mantener la calma. Las chicas, mis compañeras, reían y bailaban como si estuvieran atrapadas en un hechizo. Pero yo sabía que tras esa fachada de alegría, cada una de nosotras llevaba un peso invisible, una cadena que nos mantenía atadas a este lugar.

Mientras giraba en la pista, vi a una de las chicas, Itali, su mirada perdida en el vacío, como si estuviera recordando algo que había sido arrancado de su alma. La vi temblar levemente, y sus labios morenos palidecieron cuando el coleccionista se acercó a ella. Sus ojos se llenaron de miedo, y la sonrisa del hombre se desvaneció al instante.

—¿Por qué no te unes a la diversión, Itali? —dijo él, su tono casi dulce, pero con una amenaza latente bajo su superficie— Te he preparado una sorpresa.

Sus palabras estaban cargadas de una manipulación oscura, y pude ver cómo su voz se convertía en un hilo que tejía la tela de nuestros destinos.
“Él…dijo que esta sería la última vez.” Recordé.

Ella tragó saliva, y la desesperación brilló en sus ojos.

—No, por favor, no —murmuró, retrocediendo lentamente.

El coleccionista sonrió, pero no era un gesto de alegría, sino de control absoluto.

—No hay necesidad de temer, bonita. Solo quiero que te diviertas un poco más. ¿Qué te parece un baile privado? —La tensión en el aire se intensificó y mis instintos gritaron que debía hacer algo.

Sin pensarlo, me acerqué a él, desafiando mi propio miedo.

—¿No ves que ella  no quiere? Está cansada —dije, forzando la seguridad en mi voz, aunque en mi interior un pánico incontrolable se agitaba.

Él me miró, y su sonrisa se amplió, un destello de diversión brillando en sus ojos.

—¿Cansada? Pero Lissie, esto es solo el comienzo. Las muñecas nunca se cansan de jugar.

Una oleada de nausea me atravesó. Sabía que sus palabras eran más que un juego; eran un recordatorio de que cada una de nosotras era solo un objeto. Con un gesto, hizo que Itali se acercara, atrapada entre su encanto y su terror.

—Bailaremos juntos —dijo, su voz suave como seda pero cortante como el acero—. Después de todo, la última danza es siempre la más hermosa.

En ese momento, algo dentro de mí estalló. Las imágenes de cada chica en esta casa, cada risa que se había convertido en un susurro ahogado, llenaron mi mente. La idea de quedarme callada, de permitir que el coleccionista, el maldito Axel Crowley continuará con su juego macabro, se volvió insoportable.

—¡No! ¡No la toques! —rugí, interponiéndome entre ella y el coleccionista—. No eres un dios, ni ella es tu muñeca. ¡Ella es una persona!

Mis palabras resonaron en el salón, y por un breve instante, la música se detuvo, las risas se apagaron. Todos los ojos se volvieron hacia nosotros.

El coleccionista me observó, y su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una mirada que podía cortar el aire.

—¿Te atreves a desafiarme de nuevo, Lissie? —su voz era un susurro amenazante, un viento helado que arrastraba consigo toda la calidez del lugar.

—No estoy desafiandote. Estoy intentando salvarla de tí, tratando de que entiendas que no somos malditos juguetes —sentí cómo la ira se apoderaba de mí, el miedo había sido desplazado por una determinación feroz.

Entonces, en un giro inesperado, su rostro cambió, y una risa fría brotó de sus labios.

—Salvarla —repitió, como si la idea fuera una broma cruel—. Oh, Lissie, las muñecas no necesitan ser salvadas. Ellas son como tú y como yo, y yo soy su protector.

Con un movimiento rápido, se acercó a mí, la risa se desvaneció de su rostro, y en su lugar, una furia oscura emergió cuando me tomó de la barbilla.

—¿No te das cuenta de que eres parte de esto? No puedes escapar, ni puedes salvar a nadie. Aquí, todos somos prisioneros en mi maldito juego, y tú, mi dulce Lissie, estás más atrapada que los demás.

Sentí que el aire se volvía espeso, y mi estómago se retorció. Comprendí que cada palabra que pronunciaba el coleccionista no era solo un juego de poder; eran los hilos que tejían la tela de nuestros destinos. Itali, a su lado, se encogió, y un ligero temblor recorrió su cuerpo.

—Bailarás para mí, Itali — insistió el coleccionista, su voz una mezcla de dulzura y peligro, como una miel envenenada—. Porque las muñecas nunca se cansan de jugar, ¿no es así?

Repitió, las palabras de él eran un recordatorio escalofriante de que, en su mundo, el miedo era la norma y el control, la regla. Ella se mantuvo en silencio, sus labios temblando, y su mirada se encontró con la mía, una súplica silenciosa que no puede contener.

Sintiéndome atrapada, comprendí que el miedo había vuelto a cernirse sobre mí, pero esta vez lo confrontaría con toda la rabia que albergaba en mi interior. Aunque la noche giraba a nuestro alrededor y la música seguía sonando, supe que las cadenas que nos mantenían en su casa eran invisibles, pero yo estaba decidida a romperlas, aunque me costara todo.

©La Casa de las Muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora