CAPÍTULO XI| El sótano.

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La atmósfera había cambiado. La risa y la música se habían apagado, dejando solo el eco de la tensión que se había acumulado en el aire. A pesar del miedo, la adrenalina ardía en mis venas. La confrontación con el coleccionista había encendido una chispa dentro de mí, una pequeña llama de rebelión que luchaba por mantenerse viva en medio de la oscuridad.

Con cada paso que daba, sentía la presión de las miradas sobre mí. Las chicas, mis compañeras en esta prisión disfrazada de hogar, parecían estar atrapadas en un trance, entre el miedo y la admiración. Algunas incluso parecían convencidas de que la única forma de sobrevivir era complaciendo al coleccionista. Pero yo sabía que había algo más, algo que había que romper.

—Lissie —me susurró Itali, su voz temblorosa— ¿Qué vamos a hacer? Él está muy… diferente esta noche.

La desesperación en su mirada me atravesó como una punzada. Ella había estado en la línea de fuego, y ahora parecía perdida, casi desvanecida.

—Vamos a hacer lo que sea necesario para salir de aquí — respondí, tratando de infundirle un poco de fuerza—. No podemos dejar que nos controle. Cada día que pasamos aquí, cada momento que permitimos que él decida por nosotras, es un día que perdemos.

Era una declaración audaz, pero en el fondo sabía que aún no teníamos un plan. Lo que sentía era la necesidad de hacer algo, cualquier cosa, antes de que la situación se tornara aún más oscura.

Mientras la fiesta se disipaba y las chicas regresaban a sus habitaciones, el coleccionista se retiró a su habitación, y una ola de pánico recorrió a todas nosotras. La sala de muñecas, con su ambiente tan frío y opresivo, se convirtió en un lugar de murmullos y susurros temerosos.

—¿Por qué no buscamos una salida? —sugerí—. Tal vez podamos encontrar algo que nos ayude. Algo que nos muestre la verdad detrás de las puertas. 

El tono de mi voz reflejaba una determinación que ni siquiera sabía que poseía, pero no quería que se desvaneciera.

Eran momentos como estos en los que la oscuridad de aquella casa se sentía más intensa. La sensación de estar atrapadas en un juego de locura, en el que el coleccionista era el jugador principal y nosotras éramos sus piezas, comenzó a atormentarme. Me pregunté cuántas de nosotras se habían rendido ya. ¿Cuántas habían caído en la trampa de su encantadora fachada?

Con el corazón acelerado, nos dirigimos hacia el sótano. La puerta estaba entreabierta, y la penumbra se filtraba en el pasillo como un susurro. La curiosidad nos empujó a entrar, aunque el temor se cernía sobre nosotras como un manto oscuro.

Las escaleras crujieron bajo nuestros pies mientras descendíamos. Al fondo, la luz tenue apenas iluminaba un espacio repleto de muñecas, las que él había recolectado a lo largo de los años, cada una de ellas atrapada en una especie de limbo entre lo real y lo imaginario. Miré a mi alrededor y un escalofrío recorrió mi espalda. No eran solo muñecas; eran símbolos de su locura, reflejos de su propia infancia rota.

—¿Qué es esto? —murmuró Maya, su voz apenas un susurro. La tristeza en sus ojos era palpable —Él… él no solo colecciona muñecas. Colecciona recuerdos, sueños rotos.

Sus palabras resonaron en mí. La idea de que el coleccionista no solo había secuestrado a nuestras almas, sino también a las de esas muñecas, me llenó de horror. Si creía que el exhibidor principal era asquerosamente aterrador, viendo esto…

A medida que avanzábamos más adentro, nos encontramos con un rincón oscuro donde las muñecas estaban almacenadas. Una de ellas, más desgastada que las demás, llamó mi atención. Tenía el cabello enredado y los ojos cerrados, como si estuviera atrapada en un sueño eterno. La tomé entre mis manos, sintiendo la fragilidad del material, como si pudiera romperse con el más mínimo toque. Mis ojos recorrieron la cómoda en la que reposaba, e incliné mi cuerpo hacia el cristal cuadrangular, ahogando un jadeo ante la imagen.

“Y cuando finalmente encontró su eternidad, me dejó su hogar y todas sus posesiones, un legado que estaba destinado a ser mi primer tesoro.” Su voz en bucle resonando en mi cabeza.

—Esto es… perturbador —dije, sintiendo un nudo en el estómago— No puedo creer que esté haciendo esto con nosotras.

—Él se alimenta de nuestro miedo, de nuestra desesperación —dijo Talía, su voz temblando— Y nosotros se lo permitimos.

Un ruido repentino interrumpió nuestros pensamientos. Era el sonido de pasos que se acercaban, y el corazón me dio un vuelco. Sin tiempo para pensar, empujé a Maya y a las demás hacia un rincón oscuro, donde la luz apenas alcanzaba a entrar.

Desde las sombras, observamos cómo el coleccionista bajaba las escaleras, su presencia proyectando una sombra alargada en la pared.

—¿Qué hacen aquí? —dijo, claro que iba a vernos, su tono juguetón, pero había un filo de peligro en sus palabras.

Un silencio pesado llenó la habitación. El miedo nos envolvía, y la sensación de impotencia era casi abrumadora. Su mirada se detuvo en la muñeca que aún sostenía en mis manos, y una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro.

—Ah, veo que has encontrado una de mis primeras creaciones. Cada una de ellas tiene una historia, una vida, y al final, se convierten en parte de mí.

Mis pensamientos se agolpaban en mi mente, buscando una forma de escapar, de romper esas cadenas invisibles que nos mantenían prisioneras. Pero el coleccionista, con su voz suave y seductora, continuó hablando, como si estuviera atrapado en una fantasía que lo mantenía a flote.

—La vida es un escenario, y tú, Lissie, eres la estrella. Siempre has sido la estrella.

Las palabras del coleccionista eran un veneno que se filtraba en nuestras mentes, y yo sabía que debía luchar, que debía hacer algo para liberar a las chicas de su hechizo.

—¿Y qué hay de las otras muñecas? ¿No tienen sus historias? ¿Son menos importantes porque no están en tu colección? Žpregunté, el desafío brotando de mi interior como un torrente.

Su mirada se oscureció, y por un breve momento, vi la furia brotando en su rostro.

—No hables de ellas —dijo, su voz baja y peligrosa— Ellas son lo que yo quiero que sean. Ellas son mi obra, mi…arte.

Y ahí, en ese oscuro sótano, comprendí que había una verdad detrás de sus palabras, una oscuridad que había sido alimentada por años de dolor y soledad. Pero eso no podía ser excusa para lo que hacía. Debía encontrar una manera de liberarnos, de despertar esa chispa de rebeldía que había comenzado a crecer dentro de mí.

—Somos más que solo muñecas, más que tus juguetes —le respondí, sintiendo que mi voz se elevaba con fuerza—. Tú no puedes decidir sobre nosotras. No más.

Sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y cólera, y un escalofrío recorrió mi espalda. Sabía que había cruzado una línea, que el juego había cambiado. La casa de muñecas se estaba volviendo un campo de batalla, y yo estaba dispuesta a pelear.

—Así que quieres jugar, ¿eh? —dijo el coleccionista, su voz ahora cargada de veneno—. Te advierto, Lissie, que el juego tiene sus propias reglas. Y yo soy el que las establece.

©La Casa de las Muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora