CAPÍTULO XII| Recuerdos Amargos.

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Los días se deslizaban lentamente, cada uno indistinguible del anterior, como un viejo reloj cuya manecilla se negaba a avanzar. Me encontraba en la habitación, sentada en el borde de la cama, las muñecas a mi alrededor con sus miradas vacías, pero llenas de historias silenciosas. Las sombras de la tarde se extendían, y en medio de esa penumbra, los recuerdos de mi vida anterior comenzaban a asomarse.

Recorría mi mente en busca de fragmentos perdidos, imágenes de un tiempo en que la risa era un eco familiar y la libertad un derecho, no un sueño distante. Recordaba las luces del escenario, el sonido del público aplaudiendo tras cada danza, el zumbido de la música llenando mis venas. Era una bailarina, y cada paso que daba era un acto de libertad, un grito de vida. Pero ahora, ese mundo parecía una lejana ilusión, como una película que nunca volvería a proyectarse.

La angustia me envolvía mientras pensaba en mi familia, en mis amigos. ¿Estarían buscándome? El dolor de no saber me asfixiaba, y no podía evitar preguntarme si alguna vez regresarían a buscarme, si alguna vez supieron que había desaparecido en el aire viciado de la casa del coleccionista.

¿Y si a alguna de ellas las están buscando? Me cuestioné, mis ojos fijos en el suelo de madera desgastada. Pensaba en las otras chicas, en sus nombres y en los rostros que apenas podía recordar. ¿Quiénes eran antes de ser coleccionadas? ¿Tenían familias que se preocuparan por ellas? En mi mente, podía imaginar a sus padres, tal vez desgarrados por la culpa o el dolor, buscando respuestas que nunca llegarían.

Días, semanas… ¿habían pasado meses ya? El tiempo aquí era un concepto extraño, fluido y engañoso. Podía haber pasado una eternidad desde que me atraparon, y mientras más pensaba en ello, más profunda se hacía la sensación de desesperanza. La casa se convertía en un laberinto de recuerdos y sombras, y cada rincón me recordaba lo que había perdido.

En esos momentos de reflexión, solía encerrarme en mi mente, alejada de la realidad que me rodeaba. Con el coleccionista cada vez más absorto en su obsesión, podía encontrar pequeños espacios de soledad, donde el silencio me permitía recordar. Pero el eco de mis pensamientos siempre regresaba a la pregunta: ¿Qué pasaría si un día despertara y ya no estuviera aquí?

A veces, Axel maldito Crowley, el coleccionista, venía a mi habitación, y aunque intentaba proyectar una imagen de fuerza, había momentos en que el terror se deslizaba entre mis pensamientos. Sus ojos estaban llenos de una locura que me aterrorizaba, pero había también algo más: un deseo ardiente de ser amado. Sabía que su obsesión era peligrosa, pero, al mismo tiempo, era el hilo del que dependía nuestra supervivencia.

Esa noche, el aire estaba cargado de una extraña tensión. Podía sentirlo en los muros, en el suelo que crujía bajo mis pies. El coleccionista había estado actuando de manera diferente últimamente, como si estuviera en un estado de constante expectativa. ¿Acaso estaba planeando algo? ¿Algo que podría cambiar nuestra dinámica?

Mientras me perdía en mis pensamientos, un ruido sutil me sacó de mi ensoñación. Un susurro, suave pero claro, provenía del sótano. Me incliné hacia la puerta, mi corazón latiendo con fuerza. La casa parecía contener la respiración, y por un momento, me atreví a imaginar que podría ser una señal de esperanza.

Quizás una de las chicas había encontrado la manera de comunicarse.

Me acerqué lentamente a la puerta, con el corazón en la garganta. El susurro se desvaneció, dejando un eco de duda en el aire. ¿Debía abrir? El miedo luchaba con la necesidad de saber. Pero antes de poder tomar una decisión, el sonido de pasos se acercó, y supe que el coleccionista estaba viniendo.

Me retiré rápidamente, volviendo a mi posición en la cama, intentando adoptar la expresión serena que había aprendido a mantener en su presencia. La puerta se abrió con un chirrido, y allí estaba él, su figura proyectando una sombra inquietante en el umbral.

—¿Qué estás haciendo aquí, Lissie? —preguntó, su voz profunda y casi melódica, como si buscara algo más en mi mirada— ¿Estabas escuchando?

—No —respondí, tratando de que mi tono sonara natural, mientras en mi interior el pánico se afianzaba—. Solo estaba pensando.

Su expresión se tornó seria, y por un momento, el aire se volvió denso entre nosotros.

—¿En qué piensas? Siempre parece que hay algo que te atormenta.

¿Qué si algo me atormenta? ¿Realmente esa es una respuesta difícil de deducir?

—En lo que dejé atrás —respondí en cambio, manteniendo mi voz en un susurro casi distante—. A veces me pregunto si alguna vez me buscarán.

Su mirada se endureció, y por un momento, temí haber cruzado una línea.

—No pienses en ellos. Ellos no te entienden. Solo yo te entiendo, Lissie.

Sus palabras eran como un veneno que comenzaba a infiltrarse en mis venas, y sabía que debía tener cuidado.

—Quizás, pero también me gustaría que al menos una de ellas tuviera la oportunidad de volver. ¿No sientes eso?

Su expresión cambió, como si un rayo de inseguridad cruzara su rostro.

—Ellas no pertenecen a otro lugar, tú no perteneces a otro lugar. Son mías. Tú eres mía, Lissie.

Mientras hablaba, la oscuridad de sus palabras llenaba la habitación. Aún me quedaba una esperanza latente, un destello de luz que luchaba por no apagarse. Debía encontrar la manera de escapar, de liberar a las otras chicas. Pero para hacerlo, necesitaba jugar mi papel a la perfección.

Los días pasaron como un susurro en el viento, pero cada momento de reflexión se convertía en un grano de arena en el reloj, acercándome a un desenlace inevitable. En la penumbra de la casa de muñecas, donde los ecos de lo que había sido se mezclaban con las sombras del presente, sabía que el tiempo se estaba acabando.

©La Casa de las Muñecas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora