Epílogo:

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Riley, una joven de 23 años, estaba atrapada en una oscuridad que parecía no tener fin. Desde la muerte de sus padres cuando tenía solo 15 años, la vida le había dado golpes implacables. Tras quedar huérfana, fue institucionalizada en un centro donde las reglas estrictas y la falta de afecto la dejaron emocionalmente desamparada. Se convirtió en una joven que, aunque aparentaba ser fuerte, llevaba dentro una herida abierta que nunca terminó de cicatrizar.

La única chispa de esperanza que Riley tenía en su vida era el hockey. Desde muy pequeña, soñaba con ser jugadora profesional. Era talentosa, rápida y tenaz en la cancha, y por un tiempo, su vida parecía tener un propósito claro. El deporte le daba una razón para levantarse cada mañana y esforzarse, pero ese sueño fue brutalmente arrancado cuando, durante un partido decisivo, sufrió una lesión catastrófica en su pierna. El diagnóstico fue devastador: no volvería a jugar nunca más. Su identidad, que hasta ese momento giraba en torno al hockey, se desmoronó junto con su esperanza.

Con el tiempo, Riley comenzó a caer en una espiral de autodestrucción. El dolor de perder no solo a sus padres, sino también su sueño y su futuro, la llevó a buscar refugio en el alcohol. Al principio, las bebidas solo servían para mitigar el dolor emocional, pero pronto se convirtieron en su única fuente de consuelo. Con cada vaso, el alcohol borraba momentáneamente el sufrimiento, pero cuando la embriaguez se desvanecía, quedaba una Riley más rota que antes. El alcoholismo se convirtió en una cadena que la aprisionaba, impidiéndole ver cualquier salida.

Como si no fuera suficiente, su relación con Val, su pareja sentimental, también llegó a su fin. Val había sido su única fuente de amor y apoyo, pero la constante autodestrucción de Riley había creado un abismo insalvable entre ellas. La ruptura fue el último golpe que terminó de quebrarla. Desde entonces, Riley vivía sin rumbo, sin hogar, y sus días se convirtieron en una búsqueda desesperada por conseguir una bebida que le adormeciera el alma.

La degradación en la que había caído era absoluta. Deambulaba por las calles, entrando en tabernas, mendigando por un sorbo de licor. Para sobrevivir, se había visto obligada a cometer actos que jamás habría imaginado, desde robar comida hasta vender su cuerpo a desconocidos. Con cada paso en ese mundo oscuro, se alejaba más de la joven que alguna vez soñó con una vida mejor.

Una noche, agotada física y emocionalmente, Riley se encontraba en un motel barato y destartalado. Con solo un dólar en el bolsillo y una botella vacía a su lado, la desesperación la envolvía como una niebla espesa. Miraba fijamente la cuerda que había atado al techo, balanceándose levemente frente a ella. Era una salida, una manera de silenciar el dolor de una vez por todas. Acostada en la cama, sintió que sus fuerzas la abandonaban. Nadie la extrañaría, pensaba. Su vida no tenía sentido, y la soledad era insoportable.

Con lágrimas silenciosas deslizándose por sus mejillas, se levantó lentamente y se acercó a la cuerda. La colocó alrededor de su cuello, sintiendo el frío del lazo contra su piel. El espejo, sucio y agrietado, le devolvía la imagen de una mujer destruida, sus ojos azules, antaño vibrantes, ahora apagados y sin vida. Sus manos temblaban mientras contaba en su mente. Uno, dos, tres... y saltó. La cuerda se tensó de inmediato, estrangulándola con la ferocidad de una serpiente. Su cuerpo se retorció en una lucha silenciosa, mientras el mundo a su alrededor se desvanecía en una oscuridad final.
_.

Val:

Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Valentina se encontraba en la sala de descanso del personal médico, tratando de controlar su respiración entrecortada. Cada inhalación era una batalla por reprimir las lágrimas que amenazaban con desbordarse en cualquier momento. La noticia del fallecimiento de su madre, tras una larga y agotadora batalla contra el cáncer, la había dejado destrozada. Con solo 25 años, Valentina se enfrentaba a una responsabilidad que no sabía cómo manejar: cuidar a su hermano pequeño, Mateo, de apenas tres años. Estaban solos en Estados Unidos, sin más familia cercana que pudiera ofrecer ayuda. Sus parientes, que vivían en México, eran prácticamente desconocidos para ella, y la idea de entregar a Mateo a su cuidado le provocaba una angustia incontrolable.

Sentada en un rincón, intentando reunir la fortaleza suficiente para seguir adelante, Valentina sintió una mano suave en su hombro. Era Jordan, un interno del hospital y su amigo más cercano. Se sentó a su lado, sin decir nada al principio, transmitiendo su apoyo con solo su presencia. Finalmente, con una voz cálida y tranquilizadora, le dijo:
-Val, no estás sola en esto. Todo va a salir bien, te lo prometo.--

Valentina levantó la mirada, sus ojos miel aún nublados por las lágrimas que no dejaban de brotar. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse firme, sentía que se estaba desmoronando desde dentro. Con manos temblorosas, tomó un pedazo de papel higiénico y se secó el rostro, pero las lágrimas continuaban cayendo. Con la voz rota por la tristeza y el peso de la responsabilidad, respondió:
-No, Jordan... esta vez no creo que vaya a estar bien. Mateo me necesita, pero no sé cómo cuidar de él... No sé cómo ser madre... y ahora... -Su voz se quebró y ya no pudo continuar.

Justo en ese momento, el altavoz del hospital anunció una emergencia en la sala de urgencias. Valentina cerró los ojos por un instante, respiró profundamente y trató de reunir la poca energía emocional que le quedaba. Sabía que tenía que dejar a un lado sus sentimientos, aunque por dentro se sintiera completamente rota. Con un suspiro largo y resignado, se puso de pie. Sin mirar atrás, se dirigió apresuradamente hacia la sala de urgencias, dispuesta a enfrentar el caos de su trabajo mientras el dolor en su interior latía como una herida que nunca sanaría.

Fragmentos del alma (RileyxVal)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora