Atravesando el humo y los fantasmas

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El departamento  78 estaba sumido en un silencio casi irreal, roto únicamente por el crujido del suelo bajo los pies de Valentina. Lo que alguna vez fue un hogar vibrante y acogedor, ahora parecía un espacio ajeno, frío, como si la ausencia de su madre hubiera arrancado todo rastro de vida. Valentina cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por la memoria. Imaginó a su madre en la cocina, tarareando una ranchera que salía de la pequeña radio color café claro, siempre puesta sobre la encimera. La voz de su madre resonaba en su mente, llena de calidez y pasión, como si aún estuviera allí.

Se dirigió hacia la cocina y encendió la radio. La misma música inundó el aire, llenando el espacio vacío con una familiaridad dolorosa. Era como si, por un instante, todo volviera a ser como antes. Valentina se apoyó en la encimera, sintiendo que sus fuerzas la abandonaban. Era difícil creer que su madre no volvería a estar ahí, cocinando y cantando con la voz llena de alegría.

En la habitación principal, Mateo estaba sentado en el suelo, sacando cosas al azar de una caja de madera: un viejo peluche con la oreja rasgada, un coche de juguete, y un libro de cuentos con las esquinas desgastadas. Iba dejando los objetos a su alrededor, su pequeña mente distraída entre el juego y la confusión del momento. De vez en cuando, levantaba la vista hacia Valentina o Dani, esperando que alguien le dijera qué hacer, sintiendo que algo importante estaba pasando pero sin entender del todo qué era.

Jordan, miraba los antiguos muebles de madera que adornaban el lugar. Se notaban desgastados pero bien cuidados, con ese toque artesanal que solo alguien apasionado por la carpintería podría lograr. ---¿Qué haremos con los muebles?-- preguntó en voz baja, como si no quisiera romper el frágil silencio.

Valentina se acercó a uno de los muebles y deslizó los dedos por la madera gastada, recordando los días en que su padre y ella los habían construido juntos. Su madre siempre estaba en la cocina, cantando sus canciones en español mientras ellos lijaban, cortaban y ensamblaban con esmero. Cada mueble en el departamento tenía una historia, un fragmento de vida incrustado en sus vetas. Pero ahora, esas historias solo parecían recordarle lo que había perdido.

--No quiero quedarme con ellos-- susurró Valentina con la voz rota, --pero tampoco quiero deshacerme de ellos. Papá y yo los hicimos mientras mamá... mientras mamá estaba en la cocina, cantando.-- Apenas terminó de hablar, sus hombros temblaron y se cubrió la cara con las manos, incapaz de contener las lágrimas.

Mateo miró a su hermana con el ceño fruncido, notando su tristeza. Abandonó los juguetes y caminó hacia ella, arrastrando un cochecito detrás de sí. --Val, ¿por qué lloras?--preguntó, jalándola del borde de su suéter. No comprendía exactamente lo que sucedía, pero ver a Valentina llorar le causaba inquietud. Intentó treparse a sus piernas, extendiendo los brazos en busca de consuelo. --No llores, Val... quiero jugar--

Valentina se inclinó y lo tomó en brazos, sintiendo el peso cálido del pequeño contra su pecho. La forma en que Mateo le daba palmadas torpes en la espalda, creyendo que podía consolarla como él había visto hacer a los adultos, la hizo sonreír entre las lágrimas. --Estoy bien, Mateo--susurró, aunque la verdad estaba lejos de eso. Su hermano la miró con esos grandes ojos castaños  curiosos, y luego, en su mente infantil, decidió que todo estaría bien si la música seguía sonando. Se giró hacia la radio y balbuceó la letra de la canción que apenas conocía.

Dani dejó de lo que estaba haciendo y se acercó, posando una mano en el hombro de Valentina. --No tienes que decidir nada ahora. Podemos guardar los muebles, encontraremos un lugar seguro hasta que estés lista--le dijo suavemente.

Jordan asintió, entendiendo lo que significaban esos objetos. --Podemos restaurarlos, asegurarnos de que estén bien cuidados hasta que tú decidas qué hacer.--

La música continuaba flotando en el aire, una mezcla de consuelo y nostalgia.
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Riley estaba en el callejón trasero de la universidad, donde el hedor a basura y humo de cigarrillo le daba la bienvenida como un viejo amigo. El temblor en sus manos era incontrolable, y el ansia por beber le mordía las entrañas. Dos meses sin una gota de alcohol, y hoy sentía que ese logro no valía una mierda. Ya había acabado dos paquetes de cigarrillos en menos de tres horas, uno tras otro, como si el humo pudiera llenar el agujero que llevaba dentro. Sabía que no funcionaba, pero seguía fumando, con la esperanza de que al menos le diera algo más con lo que pelear que no fuera ella misma.

Golpeó la pared con el pie, con una fuerza que no sabía que le quedaba. El dolor punzante le recorrió el pie, pero volvió a golpear. Y otra vez. Cada golpe resonaba como un eco hueco, pero al menos le daba la ilusión de estar haciendo algo con su rabia, con su desesperación. El impulso de correr hacia la licorería más cercana la invadía como un animal rabioso que arañaba su mente. Sabía lo fácil que sería sucumbir, dejar que el ardor del alcohol borrara todo aunque fuera por unas horas. Pero ese tipo de olvido siempre traía un precio, y ya había pagado ese costo demasiadas veces.

De repente, el chirrido de la puerta al abrirse interrumpió sus pensamientos. El supervisor apareció con una expresión de hastío, su sombra proyectándose sobre ella.

—¡Riley! —bramó, su voz impregnada de desprecio—. ¡Otra vez aquí afuera! Te pago para que trabajes, no para que desaparezcas cada media hora a fumar. Hay baños que limpiar y pasillos que apestan. Si no puedes con esto, no es mi problema.--

Riley apagó el cigarrillo bajo su bota, el humo aún escapando de sus labios mientras evitaba mirarlo a los ojos. No podía explicarle nada; las palabras no le salían, aunque su laringe no estuviera rota. No sabía si habría tenido el valor de hablar, ni siquiera con una voz intacta. Hizo un gesto de disculpa con la cabeza, más para que la dejara en paz que por otra cosa. La mirada del supervisor era un recordatorio de su inutilidad, un reflejo de lo que ella misma ya pensaba. El desprecio en su rostro le era tan familiar como el sabor amargo en su boca.

No quiero tus disculpas, quiero que hagas tu trabajo —dijo el supervisor, cruzando los brazos—. Esto tiene que parar, o te vas a quedar en la calle. Y por lo que veo, no necesitas más problemas, ¿verdad?--

Sus palabras se clavaron en ella como un golpe bajo. ¿Necesitaba más problemas? ¿Como si los que ya tenía no fueran suficientes? Riley sintió cómo la rabia se mezclaba con la impotencia, pero no podía hacer más que asentir con la cabeza. Sabía que estaba jodida, y que lo único que la mantenía en pie en ese momento era una mezcla de terquedad y resignación. Se obligó a girarse, agarrando la escoba que había dejado tirada y volviendo al edificio, porque no tenía otra opción. Porque, aunque su cuerpo le gritara que se rindiera, aunque su mente le suplicara un respiro que no llegaba nunca, no podía permitirse dejar de moverse.

Cada paso de vuelta al interior era una pequeña derrota, cada golpe de la escoba contra el suelo era un recordatorio de que seguía allí, pero apenas. El olor a desinfectante y a sudor le revolvía el estómago, y se aferraba a la escoba con fuerza, como si fuera lo único que la anclara a la realidad. Sabía que no había nada heroico en mantenerse sobria, no había aplausos, ni palmaditas en la espalda. Solo la amarga sensación de estar sobreviviendo a duras penas, un día a la vez.

La batalla contra el impulso de beber no era épica ni gloriosa, era sucia, solitaria, y miserable. Era quedarse limpiando baños ajenos mientras sus manos seguían temblando, sabiendo que, por mucho que luchara, el vacío siempre estaría allí, esperándola.

Fragmentos del alma (RileyxVal)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora