Jesús no había podido concentrarse en su trabajo aquel día. Una sensación extraña, una inquietud profunda, lo había acompañado desde la mañana, y aunque trataba de ignorarla, con cada hora que pasaba se volvía más intensa. Al caer la tarde, decidió adelantar su regreso a casa, algo dentro de él le decía que Claudia lo necesitaba.
Tomó el primer vuelo de vuelta a la ciudad, su mente llena de pensamientos y preocupaciones. No sabía exactamente qué era lo que le inquietaba, pero confiaba en su instinto. Al llegar a casa, abrió la puerta con suavidad, esperando encontrar a Claudia descansando, tal vez dormida en el sofá. Pero lo que vio lo destrozó por completo.
El salón, normalmente impecable, estaba en caos. Papeles esparcidos por el suelo, objetos rotos, el aire pesado con un silencio que solo se veía interrumpido por los sollozos ahogados que venían del otro lado de la habitación. Claudia estaba sentada en el suelo, apoyada contra la mesa, su rostro escondido entre sus manos, llorando desconsoladamente. El corazón de Jesús se rompió en mil pedazos al verla así, tan vulnerable, tan derrotada.
-Claudia... -susurró, acercándose lentamente, con la voz llena de preocupación.
Pero ella no respondió. Sus hombros temblaban con cada suspiro, y aunque Jesús intentaba acercarse con cuidado, ella permanecía inmóvil, perdida en su dolor. Se arrodilló frente a ella, tratando de encontrar sus ojos, de conectar con ella de alguna manera.
-Claudia, por favor, mírame -dijo suavemente, su voz rota por la angustia.
Ella permaneció en silencio, como si sus palabras no pudieran atravesar el muro de tristeza que la envolvía. Jesús sentía cómo una ola de impotencia lo arrasaba, pero no se rindió. Se acercó más, la rodeó con sus brazos, y la sostuvo contra su pecho, sentándose junto a ella en el suelo frío.
-Estoy aquí -susurró-. No estás sola. Estoy aquí contigo.
Por un largo momento, el silencio fue lo único que llenaba la habitación. Jesús podía sentir las lágrimas de Claudia empapando su camisa mientras seguía abrazándola, como si con su contacto pudiera protegerla del dolor que la consumía. Finalmente, su voz rompió el silencio, apenas un susurro quebrado.
-No puedo más, Jesús -dijo, su voz cargada de una tristeza infinita-. No puedo seguir así. Es demasiado.
Jesús sintió cómo esas palabras perforaban su corazón. Verla en ese estado, escuchar la desesperanza en su voz, era más doloroso de lo que jamás habría imaginado. Sabía que la presión de ser presidenta, de estar bajo el escrutinio constante de los medios y de todo un país, la estaba destrozando por dentro, pero nunca había pensado que llegaría a este punto.
-Lo siento tanto... -dijo Claudia entre lágrimas, su voz apenas audible-. Lo siento por arrastrarte a esto. No quería que todo terminara así.
Jesús, con el corazón roto, la abrazó con más fuerza. No sabía qué decir, no sabía cómo calmar ese dolor que parecía haberse apoderado de ella, pero lo único que sabía era que no la dejaría sola, no ahora.
-No tienes que disculparte por nada, Claudia -le susurró-. Esto no es tu culpa. Ninguna de estas cargas deberías llevarlas sola, estoy aquí para ti, para llevarlas juntos.
Pero ella seguía llorando, como si todo el dolor y la frustración de los últimos meses finalmente hubieran encontrado una salida. Jesús no dejó de abrazarla ni un segundo, acariciándole el cabello, susurrándole palabras de consuelo, aunque en su interior se sentía destrozado al verla así, tan frágil y rota.
-Te prometo que vamos a encontrar una salida a todo esto, juntos -dijo, intentando encontrar algún atisbo de esperanza en medio de esa noche oscura-. Pero por favor, no te rindas.
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Te amo en silencio: Un comienzo y Un Final para Claudia y Jesús
RandomClaudia se había divorciado recientemente, su vida se había vuelto un sin fin de emociones. Sin embargo algo que jamás imagino estaría a punto de suceder.