Epílogo

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Claudia había recorrido un largo camino desde aquella noche decisiva en la que decidió dejar la presidencia. La carga había sido enorme, pero en ese momento, sintió que, por primera vez en años, la vida le daba la oportunidad de respirar, de vivir simplemente sin la presión que había sido parte de ella por tanto tiempo.

Habían pasado años desde entonces, y aquí estaban, caminando juntos en esa playa escondida que ambos amaban, donde los atardeceres parecían extenderse eternamente sobre el horizonte. El cielo estaba pintado con tonos cálidos de naranja y violeta, y el sol, en su última reverencia del día, enviaba un suave resplandor sobre las olas.

El sonido de sus pasos sobre la arena era el único que rompía el silencio, hasta que Jesús, sin decir palabra, se detuvo, la atrajo hacia sí y la envolvió en un abrazo. Claudia levantó la mirada, encontrándose con sus ojos, esos que siempre la habían sostenido en los momentos más difíciles. Él le sonrió, pero no fue una sonrisa cualquiera; era una mezcla de amor y de paz, como si en ese instante no existiera nada más que ellos dos, y el mundo estuviera en completa calma.

—Claudia —susurró Jesús, acariciando su mejilla con delicadeza—. A veces pienso en todo lo que has pasado, en todo lo que has dado sin esperar nada a cambio. Y verte aquí, tranquila y en paz, me hace sentir la persona más afortunada del mundo.

Ella entrelazó sus dedos con los de él, con una sonrisa que reflejaba la calma que había buscado por tanto tiempo.

—Jesús, no sé si algún día podré agradecerte lo suficiente por haber estado siempre a mi lado, aun cuando parecía que todo estaba en mi contra —respondió, acercándose para rozar su frente con la de él—. Tú fuiste mi fuerza cuando sentí que ya no podía más.

Jesús la miró, con esa profundidad que siempre le hacía sentir que todo estaría bien, y le dio un suave beso en los labios. Un beso lleno de años de historias compartidas, de noches sin dormir, de silencios y de palabras que nunca necesitaron decirse.

—¿Te acuerdas cuando solíamos soñar con este momento? —dijo Jesús, con una leve risa—. Con el día en que finalmente pudiéramos dejar todo atrás y simplemente… ser nosotros.

Claudia asintió, sonriendo.

—Sí, lo recuerdo. En esos días pensaba que quizás solo sería un sueño. Pero aquí estamos, tú y yo, y todo lo demás se ha quedado atrás. —Le acarició el rostro, mirándolo con ternura—. Gracias por hacer realidad este sueño, amor.

Jesús le tomó el rostro entre sus manos, y la miró a los ojos con una intensidad que la hizo temblar.

—No hay nada que no haría por ti, Claudia. Te amo, y siempre estaré a tu lado. No importa cuántos caminos tomemos ni cuántas tormentas enfrentemos, siempre te elegiría a ti.

Se quedaron en silencio, abrazados, escuchando el suave murmullo de las olas y sintiendo la calidez de la presencia del otro. No había necesidad de palabras; el amor entre ellos lo decía todo. El tiempo parecía detenerse mientras el sol desaparecía por completo en el horizonte, y ambos supieron que, después de tanto, finalmente habían encontrado su lugar.

—Claudia, si volviéramos atrás… ¿harías todo otra vez? —preguntó Jesús en voz baja, con un destello de vulnerabilidad en los ojos.

Ella lo miró, y sin dudar respondió:

—Sí, Jesús. Lo haría todo otra vez, cada sacrificio, cada decisión, porque cada paso me llevó aquí, a este momento contigo.

Él sonrió y la besó una vez más, un beso que sellaba no solo su amor, sino el pacto de una vida compartida, de un amor que había resistido el tiempo y las pruebas. En esa playa, en la paz del atardecer, Claudia y Jesús supieron que, al final, todo había valido la pena porque se tenían el uno al otro.

Caminaron en silencio por la orilla hasta que la luna llena se alzó, iluminándolos con su suave luz plateada. Era un momento mágico, y ambos sintieron que el mundo les pertenecía solo a ellos. Finalmente, decidieron regresar a casa, ese refugio íntimo donde las preocupaciones del mundo se quedaban fuera.

Al entrar, todo parecía envolverlos en una paz única. Sin decir una palabra, se dirigieron a su habitación, deslizándose entre las sábanas mientras la brisa marina se colaba por la ventana. Claudia se acomodó en el pecho de Jesús, y él la rodeó con sus brazos, en un abrazo profundo, de esos que parecían querer decir todo lo que las palabras no podían expresar.

Jesús deslizó una mano por su espalda y, como lo hacía cada noche, comenzó a susurrarle palabras que se habían vuelto un ritual. Era una promesa silenciosa de amor y admiración, algo que había empezado sin pensarlo, pero que con el tiempo se había vuelto indispensable para ambos.

—Eres más fuerte de lo que crees, Claudia. —Le murmuró, mientras acariciaba su cabello suavemente—. Has logrado tanto… pero más que eso, eres una mujer increíble, llena de bondad, de sabiduría. No tienes idea de cuánto te admiro.

Claudia cerró los ojos, dejando que cada palabra de Jesús la envolviera. Había aprendido a aceptar esas palabras, a dejarlas entrar en su corazón. Él siempre encontraba la manera de hacerla sentir valorada, y no importaba cuántas veces se lo dijera; cada noche era como la primera vez.

—Gracias, amor —susurró ella, acurrucándose más cerca—. A veces olvido lo lejos que hemos llegado, y me cuesta ver en mí a esa mujer que tú describes. Pero contigo... todo es diferente. Me haces sentir que puedo ser yo misma, sin miedo.

Jesús sonrió, besando su frente con ternura.

—Eres exactamente quien debes ser, Claudia, ni más ni menos. Y yo estaré aquí cada día para recordártelo, para recordarte lo valiosa que eres para mí, para todos. Has cambiado tantas vidas… y la mía la cambiaste para siempre.

Los dos se miraron en silencio, dejando que la intensidad del momento hablara por ellos. En ese instante no había dudas, ni temores, solo la certeza de que habían encontrado en el otro su hogar. Se besaron, lentamente, como si el tiempo no existiera, como si el mundo se resumiera a ese instante perfecto.

Finalmente, Claudia volvió a apoyar su cabeza en el pecho de Jesús, escuchando el latido constante de su corazón, un sonido que la tranquilizaba como nada más en el mundo. Cerró los ojos, sintiendo la calidez de su abrazo.

—Te amo —dijo ella en un susurro.

Jesús la apretó un poco más contra él, dejando que una sonrisa se formara en sus labios.

—Y yo a ti, Claudia. Hoy, mañana, y siempre.

Y así, en medio de ese ritual de amor, ambos se dejaron llevar por el sueño, sintiendo que nada más importaba. Porque, después de todo lo que habían vivido, al final del día, lo único que necesitaban estaba justo allí, en los brazos del otro.

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Te amo en silencio: Un comienzo y Un Final para Claudia y Jesús Donde viven las historias. Descúbrelo ahora