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"No dejen que el pecado domine su cuerpo mortal; no lo obedezcan siguiendo sus malos deseos. No entreguen ninguna parte de su cuerpo al pecado para que se convierta en instrumento del mal"

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—Las novicias deben comprender profundamente el estilo de vida de la Congregación, su involucramiento en la vida y misión de Cristo. Asimismo, deben aprender a confiar en la Misericordia divina y a practicar una obediencia sobrenatural a la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de María, Madre de la Misericordia.

El sermón ha comenzado, lo que significa que no podré levantarme de esta silla hasta que la Madre Superiora me lo indique.

La falda larga y blanca resulta tan incómoda como el hábito que llevo puesto. Intento rascarme el cuello, pero honestamente es una tarea imposible. Dirijo mi mirada hacia el público en la iglesia y luego hacia mi madre, quien se encuentra entre la multitud, vistiendo un vestido celeste de tirantes y un pequeño abrigo floreado que reposa sobre sus hombros. Sus labios se mueven al compás de la oración recitada por la Madre superiora.

Soy la última en la fila de novicias. A mi lado está Megan, una de las hermanas que conocí al llegar al pueblo. Ella me sonríe al percibir mi incomodidad con el vestido. Siento su mano deslizarse suavemente por detrás de mi asiento, descendiendo con delicadeza por mi cintura hasta alcanzar mi cinturón. Sus dedos ágiles aflojan el cordón, permitiéndome finalmente respirar con más libertad.

—Gracias...—murmuro en voz baja.

—Presta atención, viene la parte más importante—me advierte.

—Las hermanas novicias se esfuerzan por hacer presente el espíritu de la misericordia en cada aspecto de su vida. Aspiran a que este espíritu las impregne, especialmente en su relación fraternal con las demás hermanas de la comunidad y con otras personas—su mirada recorre la pequeña capilla hasta llegar hacia nosotras; las novicias—. Así, al finalizar este sermón, les invito a reflexionar sobre cómo podemos integrar este espíritu de misericordia en nuestras vidas diarias, tanto dentro como fuera de estas paredes. Que nuestras acciones sean siempre un testimonio del amor divino que hemos recibido.

Al mirar a mi alrededor, observé cómo las chicas a mi lado sonreían, y en un instante, los aplausos comenzaron. Mis manos se movieron, como si guiadas por un hilo invisible, y me incorporé junto a las demás.

El sermón había llegado a su fin.

—Vendrás conmigo—me susurró Megan—, a mi congregación. Ya he hablado con tu madre, y ella está de acuerdo.

La miré de reojo, y, en ese momento, mi sonrisa, que antes era un mero gesto, se tornó genuina y plena. Prefería irme con ella antes que con cualquier otra persona desconocida; Megan parecía poseer un profundo conocimiento sobre muchas cosas. Asentí, volviendo la mirada hacia el público que aplaudía, donde distinguí a mi madre.

De pronto, la sonrisa se desvaneció, como si recibiera un golpe en el estómago. En un instante, ya no deseaba estar allí. Recordé todo: la razón, el suceso, el motivo de mi presencia en ese lugar. Todo era culpa de ella. El recuerdo de aquella conversación, de su voz fría y distante, regresó a mí como un eco implacable. ¿Cómo podía ella haber permitido que me involucrara en todo esto? La imagen de su aprobación me batió como una ola furiosa, surgiendo de las profundidades de mi mente.

La multitud comenzó a dispersarse, y una angustia creciente se apoderó de mí. Megan ya no se encontraba a mi lado, y era el momento de despedirnos de nuestras familias. Pero ahora, lo último que quería era ver a mi madre, la mujer que había decidido que este camino era el adecuado para mí sin preguntarme ni un instante cómo me sentía realmente. Su sonrisa, que siempre había interpretado como apoyo, se transformó en una traición personal.

Me detuve un momento, sintiendo el ardor de la frustración en mi pecho. Era irónico que me hubiera guiado hacia este momento, este destino, y ahora, en lugar de consuelo, sentía una creciente rabia hacia su decisión. ¿Acaso no comprendía el daño que había causado? La falta de comunicación había levantado un muro entre nosotras, uno que parecía inquebrantable.

Recogí la incómoda tela blanca y salí de la capilla, resistiendo la tentación de buscarla entre el mar de rostros indiferentes. Era como si cada aplauso resonara en mi corazón, recordándome que esa era la vida que ella había elegido para mí, no la que yo anhelaba.

—Con permiso...—dije, tratando de abrirme paso entre la gente, decidida a escapar de su sombra.

Me alejé lentamente y con cautela hacia la parte trasera del extenso campo. Tomé asiento en una banca de color avellana y, desde mi bolsillo, saqué una cajetilla de cigarrillos. Encendí uno de inmediato, permitiendo que el humo entrara en mis pulmones, como si fuese una nube de calma que me envolvía. El humo sale de mi boca en una gran nube blanca, extiendo las piernas y me quito el hábito. Mi cabello cae desordenado sobre mis hombros mientras doy la siguiente calada a mi cigarrillo.

—¿No es muy temprano para fumar, Señorita?

Una voz demandante me hace rodar los ojos.

—No estoy de humor.

—Se nota.

Megan se sienta a mi lado, sus rizos pelirrojos se corren de su rostro con el viento. Doy una calada más. Ella respira hondo y suspira.

—Ya verás que no es tan malo.

—No es malo cuando deseas hacerlo, es malo porque te obligan.

Me observa.

—Ella se fue, y no te despediste.

El tabaco comienza a hacer efecto. Dejo caer lentamente mi cabeza sobre su hombro, me acurruco sintiendo un ligero mareo. Ella no tarda en acomodar su cabeza sobre la mía, doy otra calada.

—Tenemos que irnos, o vas a perderte el sermón del padre Charlie.

—Ni que quisiera oírlo. Parte de esto es su culpa también.

—No puedes decir eso, ___.

Mi cigarro se ha acabado. Tomo entre mis manos el hábito y lo arrugo. Megan me toma del brazo y me levanta de la silla de madera. Nos miramos fijamente, sus labios, delgados y rosados, se curvan en una sonrisa. Los míos se mantienen apretados contra mis dientes, no tengo ni una intención de sonreír. No estoy feliz. Estoy decepcionada. Aterrada.

—Vamos.

—Solo... ¿Podemos quedarnos aquí un momento? Quisiera sentir mi libertad un poco más...

—Aún eres libre, ___.

—Porfavor...

Ella ríe. Esta vez, nos sentamos en el pasto. Yo me recuesto, sin importarme el color de mi atuendo, comienzo a mover las piernas y los brazos, como si hiciera un ángel en la nieve. El aroma del césped y la tierra son embriagadores, mi pecho se infla al inhalar profundamente, hay un ligero aroma a flores silvestres. Observo el cielo sobre mi, hay una cantidad absurda de nubes y sol pega más fuerte que nunca.

—Quisiera quedarme aquí para siempre.

—Yo también—la voz de Megan es como un susurro en el viento, abro los ojos y me doy cuenta de que sigue sentada.

Mi libertad se ha acabado y soy tan conciente de ello que quisiera arrancarme el corazón del pecho y comerlo.

Cualquier cosa sería mejor que ser una novicia. Cualquier castigo habría sido mejor que someterme a obedecer una iglesia. Maldita hermana superiora. Maldito Padre Charlie. Maldita Margaret Boyd, ojalá nunca hubiera sido tu hija.

Night Sinners |Father Charlie|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora